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Por Yoyo Malagón ()
Nueva York.- El PSG llega a esta final del Mundial de Clubes como ese tipo que entra en un bar con un traje carísimo, mirando el reloj como si tuviera algo mejor que hacer, pero se queda hasta el cierre porque en el fondo le encanta que lo miren.
Son los campeones de Europa, los que fulminaron al Madrid en semis, los que juegan como si el balón les perteneciera por derecho divino.
Luis Enrique los ha convertido en una máquina bien engrasada, aunque a veces, como contra el Botafogo, den la sensación de que podrían perder hasta contra el equipo de los empleados de la FIFA en un partido de ping-pong.
El Chelsea, en cambio, es ese otro tipo que llega al mismo bar con ropa discreta, pide una cerveza barata y, cuando nadie lo espera, saca un billete de 500 euros para pagar la ronda.
No son los blues de antaño, pero tienen algo que les funciona: 13 victorias en los últimos 15 partidos, una Conference League en el bolsillo y la fe ciega en que Enzo Maresca sabe lo que hace. Eso sí, si Moisés Caicedo no juega o va cojo, el mediocampo podría parecer un campo de minas.
El PSG juega al fútbol como si lo hubieran inventado ellos, con Dembélé haciendo equilibrios, Kvaratskhelia cortando por la izquierda como un cuchillo caliente y Fabián Ruiz dando pases que parecen mensajes cifrados. Son el equipo que ha ganado todo en Francia y ahora quiere el mundo. Literalmente.
El Chelsea, en cambio, es más de trabajo sucio y momentos de lucidez: Cole Palmer inventando asistencias, Joao Pedro apareciendo cuando menos se lo esperan y un Enzo Fernández que a veces parece jugar tres partidos a la vez. No son espectaculares, pero son incómodos. Como una piedra en el zapato. O en el caso del PSG, como un examen sorpresa después de una noche de fiesta.
¿Quién gana? El PSG es favorito, claro. Tienen más estrellas, más confianza y más ganas de demostrar que sin Mbappé también son grandes. Pero el Chelsea tiene esa costumbre inglesa de fastidiar las fiestas ajenas. Y en una final, a veces basta con eso.
Hoy lo sabremos. O no. Porque el fútbol, como la vida, a veces premia al que más brilla y otras al que mejor aguanta la resaca.