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Por JC Robertson ()
Atlanta.- Lo primero que hay que decir es que Elon Musk tiene un problema con los límites: no le gustan. Ni los de la física, ni los de la bolsa, ni los de la cordura. Ahora le ha tocado el turno a la política.
El hombre que quiso comprar Twitter para salvarnos de no sé qué, que amenaza con colonizar Marte mientras sus fábricas en la Tierra tienen condiciones laborales del siglo XIX, ha decidido que el verdadero problema de Estados Unidos es el bipartidismo. O, como él dice, el «sistema de partido único». Y claro, ¿quién mejor que un tipo que cambia de opinión cada tres tweets para liderar la revolución?
Musk anuncia su Partido América como si fuera el mesías de la libertad, pero lo cierto es que su historial político es más volátil que el precio del Bitcoin.
Primero fue donante de Trump, luego su enemigo público por culpa de un presupuesto que no le gustó, y ahora se erige en salvador de una democracia que, según él, no existe. Lo gracioso es que Musk no puede ser presidente —nació en Sudáfrica—, así que su cruzada tiene más de capricho millonario que de proyecto serio.
Pero en un país donde un reality show puso a un presidente, ¿quién se atreve a decir que esto no puede terminar con un tuit sentenciando «La Casa Blanca es mía. Literalmente. Ofrezco 44.000 millones»?
El magnate asegura que los estadounidenses quieren «independizarse del bipartidismo», y para demostrarlo cita una encuesta en X (antes Twitter), esa red donde solo votan sus fans, los bots y cuatro conspiracionistas. 1,2 millones de respuestas, dice. Dos a uno a favor. Pero, oiga, ¿desde cuándo las encuestas de redes sociales son democracia? Si así fuera, el próximo presidente de EEUU sería un meme de un gato con traje.
Lo más irónico es que Musk, el defensor de la eficiencia gubernamental, es el mismo que despide empleados por correo electrónico, incumple plazos en Tesla y SpaceX, y anuncia coches autónomos que nunca llegan. ¿De verdad queremos que alguien así «optimice» el gobierno? Su Departamento de Eficiencia suena a chiste: como cuando un obeso abre un gimnasio.
Trump, por su parte, ya ha amenazado con deportarlo. Y aunque es difícil imaginar a un presidente echando al dueño de la red donde se hace campaña, la pelea es jugosa: dos egos colosales, dos hombres que creen que el mundo es su parque temático. El problema es que, mientras ellos se miden el dinero, el país sigue dividido entre demócratas y republicanos, entre deuda y recortes, entre «Make America Great Again» y «Build Back Better».
¿Puede Musk acabar con el bipartidismo? No. Pero puede convertirse en el nuevo juguete político de una América cansada de lo mismo. Un partido libertario, tecnócrata y con aires de startup, donde las políticas se deciden por encuestas y los mítines son hilos de Twitter. El sueño húmedo de los que creen que gobernar es como lanzar un cohete: apretar un botón y esperar que no explote.
El problema es que la política no es un Falcon 9. Y aunque Musk logre poner su nombre en las papeletas, lo más probable es que su partido acabe como el Hyperloop: promesa grandiosa, realidad inexistente. Eso sí, mientras tanto, nos habrá entretenido. Y en estos tiempos, eso ya es mucho.