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EL SÍNDROME CUBANO DE ADHESIÓN FEROZ

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Carlos Cabrera Pérez

Las deportaciones y otras medidas de la administración Trump confirman que muchos cubanos padecen de adhesión incondicional aguda y de ciega pasión por los liderazgos con timbales, que aniquilan adversarios y convierten en enemigos a quienes discrepan, aunque sea razonadamente.

La terrible carencia obedece a la combinación de una pasión histórica por hombres pródigos, la incapacidad para asumir e intentar solucionar los problemas propios , la desinformación crónica y el daño totalitario del castrismo avasallador, que sigue teniendo más cárceles que universidades y más presos que estudiantes.

El magnífico resultado electoral de Donald Trump legitima al presidente para aplicar su programa político, que busca corregir los excesos woke de los últimos años; incluida la saturación migratoria y las consecuencias negativas que acarrea el favoritismo político de acciones calculadas del falso progresismo para eternizarse en el poder; mediante la generación de bolsas de pobreza dependientes del estado.

Pero muchos de los cubanos que hoy lamentan haber votado o mostrado su simpatía por Trump arrastran una desinformación crónica sobre aspectos relevantes para su vida, suelen caer en las trampas de Agentes de influencia castrista y de gusañeros; obsesionados con la superioridad moral sobre el resto de emigrados, a partir de su leninista militancia en la decadente socialdemocracia, que ya no es chicha ni limoná. Trump fue electo presidente de Estados Unidos, no del resto del continente, Cuba incluida.

La vieja pasión cubana por los hombres pródigos y la huella totalitaria del monólogo castrista sexagenario conformaron un hombre nuevo relativista moral, oportunista y apasionado con coronar; sin calcular riesgos y ventajas; pese a que más de uno habrá escuchado decir a sus abuelos que debían salir a la calle con dos jabas: una para ganar y otra para perder.

Cuando un cubano emigrado agrede a otro paisano en parecida condición, solo está reproduciendo lo que aprendió a martillazos mentales cuando la dictadura más vieja de Occidente simulaba que deseaba fueran como el Che, cuando un cubano con larga data migratoria se espanta ante las modas y modos de los recién llegados, olvida que la destrucción de la nación cubana y del orden republicano fueron prioridades de la casta verde oliva, que no se puso la cubanísima guayabera hasta que cayó el Muro de Berlín.

La enfermedad es tan grave que, autoerigidos tribunos oportunistas y desmemoriados selectivos, se emplean contra sus compatriotas que no piensan como ellos, con igual ferocidad con la que Fidel Castro argedia a sus adversarios políticos internos; mientras se daba la lengua con Dios y con el Diablo en la palestra internacional.

No hay peor Torquemada que un recién converso, que encuentra tierra fértil en la desinformación y desmemoria colectivas; que primero convirtieron en esbirros a militares constitucionales -no confundir con torturadores batistianos- luego gritó ¡Paredón! con idéntica vehemencia a la que emplean hoy quienes ejercen de cazadores de herejes migratorios, más tarde agredió verbal y físicamente a los marielitos, hace poco gritaban paloquesea, Fidel, paloquesea y ahora persiguen a emigrantes indocumentados; incluidos cubanos, para congraciarse con el trumpismo y exhibir su pureza ideológica y que su militancia no entiende de dudas ni vacilaciones.

Obviamente, tal acumulación de horrores no pare demócratas, solo soldados efímeros dispuestos a morir por la revolución o la contrarrevolución, con idéntico afán exterminador; salvo honrosas excepciones, que advierten contra el odio en la vida cubana, y apuestan por una reconciliación nacional basada en el perdón, pero nunca olvido; como ha ocurrido en la mayoría de las transiciones de dictaduras a partitocracias.

Trump no es culpable que su antecesor en el cargo, Joe Biden, condenara con la boca pequeña a la tiranía castrista, pero admitiera una invasión migratoria que -sumada a la del resto de América Latina, y el mundo- colapsara servicios básicos y a la propia administración estadounidense. No es mejor persona ni político quien admite a emigrantes en masa; sin tener en cuenta la realidad interna y el agravamiento de tensiones entre pobres de solemnidad y asalariados del capitalismo, que se sienten a salvo de la mala suerte de sus semejantes.

Los problemas de Cuba deben resolverse dentro de Cuba, con el protagonismo sosegado de sus hijos más comprometidos con una idea de nación que beneficie a todos y cierre puertas y ventanas a la intolerancia y los ajustes de cuentas furibundos; sin justicia no habrá paz, sin ley no habrá democracia y sin democracia no habrá riqueza.

En Cuba, los cambios sustanciales siempre han sido frutos de la violencia, como ocurrió en 1933 y 1959 y la época de intervenciones militares estadounidenses y soviéticas ha sido superada por la irrelevancia geopolítica de una isla pequeña, empobrecida por el comunismo de compadres y que lleva 66 años viviendo de espalda a la pluralidad y el respeto mutuo.

En la mayoría de los cubanos está la disyuntiva de prolongar la agónica patria o muerte o apostar por un cambio real tantas veces pospuesto por las ambiciones supremacistas de unos y otros; que solo han usado a los cubanos para que aplaudan sus excesos, disfrazados de virtudes y la gritería habitual de quienes se comen el azúcar cruda y el agua sin masticar.

La reconstrucción de Cuba será una tarea ciclópea, pero no será completa sino incluye la desintoxicación del alma cubana de esa pasión frentista que solo ha servido para que unos y otros intercambien los roles de víctima y victimario a la orden de una tiranía profundamente anticubana, narcisista y mentirosa; como son todos los sistemas que pregonan la salvación humana, sin advertir que serán sus personeros más encumbrados quienes deciden, cual emperadores romanos, quienes se salvan y quienes serán quemados en la hoguera feroz del porvenir que siempre abrasa a la mayoría.

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