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El tiempo como castigo: dilaciones, ficciones y otros trucos leguleyos

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Por Madelyn Sardiñas Padrón ()

Garantías en pausa

“¡Pusieron la corrienteeee!”, el grito más común por estos días en Cuba, suena como el disparo de arrancada de quien corre a una audiencia. ¿La meta? Directo al fogón sin perder un minuto, con la certeza de que el servicio no durará más de tres horas. Aquí todo —hasta los derechos— funciona por intervalos: la electricidad, la conectividad, la ¿justicia?. Y entre apagón y apagón, uno recuerda que hay una Constitución que promete derechos y garantías… que luego otras leyes anulan.

Una de esas garantías es el derecho a un proceso sin dilaciones indebidas. Consagrada en el artículo 94 inciso g de la Constitución de 2019, como casi todas, esta garantía se queda en el papel, al ser anulada en la Ley del Proceso Penal (Ley No. 143 de 2021), por ejemplo. En cualquier caso, la espera se convierte en herramienta de castigo, especialmente para quienes permanecen en prisión de manera “provisional”, como presunta medida cautelar.

¿Qué es una dilación indebida?

En derecho, una dilación indebida no es cualquier demora. Es un retraso injustificado, excesivo y atribuible al sistema judicial, no a la complejidad del caso ni a la conducta del acusado. No basta con que el proceso sea largo: debe ser anormalmente largo sin razón válida.

Y no, la falta de personal, la escasez de recursos, la desorganización interna, la ausencia de pruebas suficientes o la necesidad de poner dramaturgia a hechos que no la tienen no justifican una dilación. Un estado de derecho, donde el poder judicial es independiente del poder político, no se escuda en su propia ineficiencia, ni se subordina a intereses alejados de la justicia.

Pero en Cuba, donde el poder judicial no es independiente sino subordinado al partido único, la dilación no es la excepción, sino la regla. Es una herramienta de castigo sin condena, una espera que desgasta más que una sentencia.

La ley de la prórroga eterna

Según el artículo 173 numeral 2 de La Ley del Proceso Penal, la instrucción del expediente de fase preparatoria de un acusado no debe exceder los 180 días. Sin embargo, el numeral 3 del propio artículo autoriza al Fiscal General de la República, a solicitud del Ministerio del Interior o del fiscal jefe del órgano que le corresponda, a conceder prórrogas, ¡y lean esto! por el “tiempo que amerite la complejidad del asunto”, sin prodigar detalles de qué o cuándo se considera un asunto es complejo.

Lo mismo sucede con los términos de que dispone el tribunal para dictar sentencia después de concluir el juicio oral. De acuerdo al artículo 564 numeral 1 de la propia Ley No. 143, el tribunal dispone de 20 días hábiles (15 días si el acusado se encuentra detenido) para firmar la sentencia. Sin embargo, el numeral 2 del mismo artículo autoriza al jefe de la sala a otorgar 5 días, al jefe del tribunal a otorgar otros 10 días y al Presidente del Tribunal Supremo Popular a otorgar prórroga —¡vuelvan a leer, por favor!— “por el tiempo suficiente para resolver el asunto, cuando por las características y complejidad del caso se haga evidente la necesidad de mayor tiempo para la elaboración de esta”. Nada más parecido a una confesión de incompetencia o, cuando menos, a la ausencia de argumentos legales que respalden la decisión tomada.

Pero esto no ocurre sólo en el ámbito penal. También en el ejercicio de derechos ciudadanos básicos, como el de queja y petición, la prórroga se ha institucionalizado como norma. La Ley 167/2023 establece un plazo de 30 días para responder a una queja o petición, prorrogable otros 30 si el caso lo requiere. Pero luego, puede extenderse hasta una fecha que no está definida por la ley, sino por la “complejidad” que decida la propia institución. Es decir: hasta cuando quieran.

No puede haber espera sin fin

Así, el derecho a recibir respuesta se convierte en una espera sin fin. Una espera legalizada. Una forma de silencio institucional que se disfraza de procedimiento. Porque en Cuba, la prórroga no es una herramienta para garantizar justicia: es una estrategia para evitarla.

Lo que parecía una garantía se convierte en cláusula de escape. La ley no limita el poder: lo extiende. El imputado, el acusado, el ciudadano pueden esperar… indefinidamente. ¡Ah!, pero ninguno de los términos para establecer reclamaciones es prorrogable; si vencen, ¡se te fue el tren!

Se impone entonces preguntar, ¿qué pinta en el Parlamento cubano la comisión de asuntos constitucionales, cuyo jefe es, además, premio nacional de derecho, si “no ve” que las leyes anulan preceptos constitucionales?

La espera como condena anticipada

El 18 de junio de 2024, Alina Bárbara López Hernández y Jenny Pantoja Torres fueron instruidas por el supuesto delito de atentado contra una oficial de la PNR. Diez meses más tarde, después de mucha insistencia de ambas, la fiscalía entregó el expediente al tribunal. ¿Qué pruebas reunió en ese tiempo? Una huella parcial de zapato en el cristal de la ventanilla del auto patrulla y la camisa y las botas de la supuesta víctima, ¡ah!, y las “extensiones del cabello”.

Las declaraciones de Alina y Jenny coincidieron desde el primer momento, sin que mediara contacto entre ellas. Pero la fiscalía ignoró, tanto estas declaraciones, como la arbitrariedad que inició lo acontecido. En cambio, construyó una narrativa en la que Alina patea un carro patrulla… y la que sufre el daño es la bota de la oficial.

No hay complejidad. No hay investigación. Hay una demora que no busca justicia, sino desgaste. Una fiscalía que no investiga: fabrica. Y un sistema que convierte el tiempo en castigo anticipado.

Medida cautelar no es garantía procesal en Cuba

Durante todo ese tiempo, ambas estuvieron bajo reclusión domiciliaria. Especialmente Jenny, ha tenido vigilancia en las afueras de su casa y ha sido conducida en varias ocasiones desde entonces, mientras a Alina no se le permite salir de Matanzas. No estaban condenadas por un tribunal, pero ya estaban castigadas. Porque en Cuba, la medida cautelar no es una garantía procesal, sino una forma de control; una sanción encubierta que se impone antes de que el tribunal diga una palabra.

Y aun si el juicio llegara, la probabilidad de que sean absueltas es prácticamente nula. No porque haya pruebas sólidas, sino porque el sistema no absuelve cuando el caso tiene carga política. La sentencia está escrita antes de que se escuche la defensa. Pensar en justicia es prematuro, si no ilusorio. Como tampoco la hubo en tantos otros casos, donde la condena no fue el resultado de un proceso, sino la confirmación de una decisión tomada de antemano. La justicia en Cuba no suele llegar: sólo rubrica el castigo.

Así como las prórrogas eliminan el incumplimiento de los plazos como causa de nulidad procesal, la reclusión sin condena borra el principio de que toda persona es inocente hasta que se demuestre lo contrario, establecido como garantía de los derechos por el artículo 95 inciso c de la Constitución.

En teoría, la fiscalía cubana tiene como deber supremo preservar la legalidad. En la práctica, actúa como parte acusadora sin control. Omite pruebas exculpatorias, ignora testimonios coincidentes, y sostiene acusaciones con piezas sueltas y narrativas que rayan en lo absurdo.

Cuando el Estado es juez, parte y cronómetro, la legalidad se convierte en una herramienta de poder, no de justicia.

Perjurio a conveniencia

El artículo 511 de la Ley del Proceso Penal dice que sólo se puede acusar de perjurio a un testigo si miente durante el juicio oral. Pero el Código Penal amplía el delito a cualquier declaración falsa ante autoridad o funcionario competente.

¿Entonces? ¿Es perjurio mentir ante un instructor penal? ¿O sólo ante el tribunal? Depende de quién seas, de a quién le convenga. La ley no es clara porque no quiere serlo. Quiere ser útil, maleable, oportuna. ¡Y otra vez!, ¿qué pinta la comisión de asuntos constitucionales del Parlamento cubano?

El Código Penal también reconoce el delito de denuncia falsa, como si a los efectos del imputado no implicara lo mismo que el perjurio.

Esta vez, las preguntas son: ¿dónde quedó el sentido común y el pensamiento lógico de los redactores de estas leyes?, y ¿para qué hay un Parlamento que no es capaz de defender los derechos de sus representados? ¡Puro teatro!

¿Qué derecho se enseña en las universidades cubanas?

Nada de lo anterior es casualidad. Al parecer, según el principio de legalidad socialista, consistente en la centralidad del Partido Comunista como rector de la sociedad y del orden jurídico, el derecho no es autónomo, sino un subordinado del proyecto político del Estado. Una visión instrumental del derecho, donde las leyes son herramientas para preservar el sistema, no para limitar el poder.

Como resultado, se forma a juristas que replican el discurso oficial sin importar su justeza, la Constitución se enseña como texto sagrado, no como contrato social debatible, y se normaliza la idea de que la ley puede decir una cosa y hacer otra, siempre que sirva al “interés superior del socialismo” —tradúzcase “del partido comunista”—.

Así, además de un poder judicial que no tiene poder, más que las migajas que se le conceden en algún que otro papel, es más fácil encontrar a un defensor dispuesto a representar a un asesino, que a un disidente injustamente acusado. Es poco menos que imposible encontrar a un fiscal dispuesto a reconocer el abuso de la Policía y la Seguridad del Estado y, en consecuencia, archivar actuaciones en casos provocados por estos abusos, y mucho menos toparse con jueces en lugar de simples sancionadores.

Cuando el derecho se enseña como obediencia, no como garantía, lo que se forma no son juristas, sino operadores del poder.

El tiempo como herramienta de poder

En Cuba, el tiempo no es neutral. Se usa para castigar, desgastar, controlar. La justicia no llega tarde: llega a cuentagotas cuando conviene al gobierno o simplemente no llega. Y mientras tanto, el ciudadano espera. En la oscuridad de la calle, en la prisión, en la miseria del hogar que aguarda la corriente para encender la hornilla…

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