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Antes de 1959, Cuba era un país mayoritariamente católico. Alrededor del 70% de los cubanos practicaba activamente su fe. Sin embargo, tras el triunfo de la Revolución, Fidel Castro bautizado y educado por los jesuitas, abrazó el marxismo-leninismo y se convirtió en un enemigo declarado de toda expresión religiosa.
Como ocurre en todo régimen comunista, la fe en Dios representaba una amenaza directa: era una lealtad superior al Partido, una fuente de dignidad y libertad que el totalitarismo no podía tolerar. Desde los primeros días, Castro dejó claro que en su nueva Cuba no habría espacio para otra autoridad que no fuera la del Partido Comunista. “Cuba es un Estado socialista y, como tal, no profesamos ningún culto”, declaró sin ambages. Así comenzó una de las persecuciones religiosas más sistemáticas de América Latina.
El primer ataque fue económico. La llamada Ley de Reforma Agraria de 1959 permitió la confiscación de las tierras de la Iglesia, golpeando su independencia financiera. Pero el objetivo no era solo material: era espiritual. Ese mismo año, en respuesta al encarcelamiento del comandante Huber Matos, más de un millón de jóvenes católicos salieron a las calles de La Habana en una imponente manifestación de fe. La reacción del régimen no se hizo esperar. Entendieron que la Iglesia, como estructura social y espiritual, debía ser destruida si querían consolidar el control absoluto sobre el pueblo cubano.
En 1960, Fidel Castro ordenó la clausura de todos los programas católicos de radio y televisión. La revolución comunista desató la confiscación masiva de colegios, hospitales, conventos y asilos administrados por la Iglesia. La enseñanza religiosa fue prohibida.
Los niños ya no aprenderían los valores del cristianismo; serían adoctrinados exclusivamente en la ideología del materialismo marxista. La propaganda oficial retrataba a la Iglesia como un reducto burgués al servicio del imperialismo, y Fidel no dudó en afirmar públicamente: “La clase adinerada tiene el monopolio de la Iglesia”, en un intento de justificar su saqueo y su represión.
La represión se tornó más brutal en 1961. Tras la invasión de Bahía de Cochinos, el régimen utilizó la excusa del “peligro contrarrevolucionario” para cerrar los últimos colegios católicos, expulsar a más de 130 sacerdotes en una sola noche y forzar al exilio a miles de religiosos.
El 10 de septiembre de ese año, durante la procesión en honor a la Virgen de la Caridad del Cobre, las Milicias Nacionales Revolucionarias atacaron a los fieles desarmados con palos y disparos, asesinando al joven católico Arnaldo Socorro. Nueve días después, Fidel Castro, desde la televisión nacional, prohibió toda manifestación religiosa pública en la isla. Era el fin de la religión en el espacio público cubano.
Ese mismo año, la Navidad fue eliminada del calendario nacional. No habría más misas navideñas, ni celebraciones públicas del nacimiento de Cristo. El castrismo quería borrar hasta el último vestigio del cristianismo del alma cubana.
En 1962, el Partido Comunista prohibió expresamente que clérigos y creyentes fueran admitidos en sus filas. La nueva Constitución fortaleció el carácter ateo del Estado. La religión, aunque no formalmente prohibida, fue empujada a los márgenes, considerada subversiva y enemiga del progreso. Fidel Castro, reafirmando su compromiso con la dictadura ideológica, declaró: “Soy marxista-leninista y seré marxista-leninista hasta el último día de mi vida.”
La persecución no terminó ahí. Durante la llamada Zafra de los Diez Millones en 1970, el régimen suspendió oficialmente todas las celebraciones navideñas bajo la excusa de priorizar la producción de azúcar. En realidad, era otro intento de arrancar de raíz las tradiciones cristianas del pueblo. La Navidad no regresaría formalmente a la vida pública hasta casi 30 años después.
En 1976, la nueva Constitución definió a Cuba como un Estado socialista no confesional. Pero detrás de esa palabra ambigua se escondía la misma intolerancia: la religión solo era tolerada si no cuestionaba el poder absoluto del Partido. La fe debía ser invisible, muda, recluida al ámbito privado y bajo la constante vigilancia de los órganos de seguridad.
Durante la década de 1980, con el Encuentro Nacional de la Iglesia en Cuba (ENEC), se produjo un tímido acercamiento entre la Iglesia y el régimen. Sin embargo, la marginación persistía. Ser católico era sinónimo de estar excluido de las universidades, de los empleos importantes, de los espacios de promoción social. Los fieles eran vigilados y señalados como “enemigos potenciales” de la revolución.
La crisis del bloque soviético obligó al castrismo a cambiar su fachada en 1992. Se eliminó de la Constitución la definición de Cuba como Estado ateo y se proclamó como Estado laico. Se permitió que los creyentes ingresaran al Partido Comunista. Pero no fue un acto de reconciliación: fue una concesión cínica para sobrevivir en medio de la crisis económica. La herida profunda causada por décadas de persecución no podía cerrarse con un simple cambio de palabras.
En 1996, Fidel Castro fue recibido por Juan Pablo II en el Vaticano, y en 1998 el Papa visitó Cuba. En las misas celebradas en Santa Clara, Camagüey, Santiago de Cuba y La Habana, más de un millón de cubanos se reunieron para testimoniar su fe en un acto de valentía histórica.
El Papa, desafiante, clamó: “¡Cuba, abre tus puertas a Cristo!” La Navidad fue restablecida como feriado nacional, y se permitió tímidamente un mayor espacio a las actividades religiosas. Pero el daño ya había sido hecho. La represión sistemática había mutilado la vida religiosa de varias generaciones.
La revolución comunista cubana nunca buscó simplemente “reformar” la Iglesia: quiso aniquilarla. Vio en la fe católica una amenaza mortal, no porque estuviera aliada a ningún enemigo político, sino porque representaba una libertad interior que ningún dictador puede permitir. La Iglesia Católica fue perseguida porque enseñaba al pueblo que hay algo más grande que el Estado, algo que no puede ser confiscado ni reprimido: la dignidad del hombre como hijo de Dios.
Hoy, recordar esta historia no es solo un acto de memoria: es un acto de resistencia. Donde hay comunismo, hay persecución contra la fe. Y mientras Cuba no sea libre, la Iglesia cubana seguirá siendo un testigo silenciado, pero nunca vencido.