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Por Renay Chinea ()
Barcelona.- Ha muerto Mario. El caso de un hombre que fundó un nombre. Con haberse puesto, como se puso, en contra de la Injusticia, merece estar entre los más altos. Si se muere a los 34 años, ya había escrito cinco de las diez novelas más grandes de la lengua española. And he was just warming up…!
Comencé a recordar sus libros, y quien en verdad me vino a la mente fue mi amigo El Migue. Fue Migue de Oca, ¡siempre estoy hablando de él! Él me prestó los libros de Vargas Llosa, pero también los de Orwell o Kundera.
Ahora, todos los gurús mentales y los libros de autoayuda empiezan con el mismo ritornello: eres un ser especial, eres único, lo dice Dios… Mahoma… Buda… y hasta el mismísimo Mahavira: eres especial.
Y no. La verdad es que no somos tan especiales. La mayoría estamos hechos en serie, somos unos aburridos que miramos al mundo desde una colina en brumas. Y pocos alcanzan a vislumbrar la grieta por donde entra la luz. Fue la última frase de Goethe en su lecho de muerte: Mehr Licht…!
Por eso, uno tiene que alabar siempre a los “maravillosos”. Y, por otra parte, existen cosas que uno las tiene que contar. No como portadores de un mensaje ni nada por el estilo. Simplemente porque hay espinas que uno tiene que sacarse. Y da igual el rumbo que tomen, una vez que uno consigue arrancarlas. Si cuentas tu dolor, ya pesa menos.
El asunto es que la muerte de Mario me llevó a recordar a mi amigo, que me pasó, sub nocte per umbras, “La ciudad y los perros”… escondido bajo un forro de papel periódico. ¡Lo clásico!
Porque todos los libros están hechos de frases. Nunca pude olvidar la fuerza con que empieza esa novela:
—Cuatro —dijo el Jaguar.
Pero además, la prohibición, la lectura a escondidas, dio armas a mi generación. No se lee igual La insoportable levedad del ser en la Cuba de las catacumbas, que tomando el sol una tarde de primavera en una terraza de Plaza Catalunya. Y por eso se me asocian Mario y Migue.
El Talmud sostiene que treinta y seis, entre nosotros, en cada generación, son los justos ocultos. Y esos son los indispensables. Los pilares de la humanidad. Los que están salvando el mundo. Mi amigo Migue de Oca es uno de ellos: también me ayudó a descubrir a Borges, a Bukowski o a Orwell.
Un día, forrado con un periódico Granma, con nocturnidad y alevosía, me dijo dos frases:
—“Una cicatriz rencorosa le surcaba la cara.”
—“Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche…”
—¡Este es el tipo! —hacía dos muecas y se limpiaba las gafas culobotellas.
Era su modo de subrayar que Jorge Luis Borges era el más grande. Uno de Los Nuestros.
Una tarde soleada, muchos años después, en Ginebra, coloqué sobre su tumba cuatro rosas amarillas que encontré por el camino, en una floristería. Una de ellas, en nombre de Miguel. Una vez adentrado en el libro, descubrí el poema de Borges: Los justos, inspirado en esa leyenda hebrea:
“Un hombre que cultiva su jardín, como quería Voltaire.
El que agradece que en la tierra haya música.
El que descubre con placer una etimología.
Dos empleados que en un café del Sur juegan un silencioso ajedrez.
El ceramista que premedita un color y una forma.
El tipógrafo que compone bien esta página, que tal vez no le agrada.
Una mujer y un hombre que leen los tercetos finales de cierto canto.
El que acaricia a un animal dormido…”
Hoy ha muerto Mario. Sus libros, como los de Borges, estaban “restringidos”. Pero en aquella Cuba ocurrían cosas raras. Una noche, la TV cubana exhibió la película La ciudad y los perros, basada en el famoso libro de Vargas Llosa, y no recuerdo quién nos avisó para que la viéramos.
Fue mi primer acercamiento a la obra de Vargas Llosa. Luego vendrían sus libros escondidos y aquellas entrevistas donde le decía a la dictadura todo lo que uno les quería decir: había ese hablar por otros en sus denuncias. Era one of a kind, como dicen los ingleses.
A los treinta y tres años había escrito las novelas más trascendentales de la lengua. Como su literatura tenía el valor de lo subversivo, para nosotros era un semidiós.
Pero hoy, que ha muerto Vargas Llosa, yo vengo a recordar a mi amigo El Migue. Uno no sabe por qué cuenta las cosas de este modo. Cuando uno ama el mensaje, termina por amar al mensajero. Lo cual demuestra que el amor inmanta…!
En un librito que me mandó una amiga de California en el 99, encontré un verso de Robert Frost:
¿Respira acaso algún poeta que
no se conmueva
al ver que su verso es comprendido
y no del todo despreciado
por su país y por su vecindario…?
En una calle del viejo Santo Domingo, le susurré a Camilo:
—Asegúrate de llevarme a la plaza donde Vargas Llosa mata a Maza, el ajusticiador del dictador, en La fiesta del Chivo…
Y Camilo se echó a reír:
—¡Esa plaza Mario se la inventó, Rena…!
Y a mí me parecía mentira. Vargas Llosa con su técnica impoluta, hacía creer al lector, lo que le diera la gana.
Reposa en Lima, el genio. Siguiendo a Frost, a nadie se le puede dar ese calificativo hasta que su obra nutra las raíces de la irreverencia y la búsqueda de la Libertad. Mientras sus libros pasen escondidos de mano en mano. Mientras su voz no se ponga de parte de la grandeza, la justicia y el mejoramiento humano.