Por Renay Chinea
Barcelona.- Una vez se aparecieron por casa los ratones colorados y se instalaron —miá pa eso qué bichos— dentro de una bolsa de unas nueces de Macadamia, que me había traído el tío Teddy de California.
En España hay un refrán que dice: “Sabes más que los ratones colora’os…”. ¡Pero a estos no les fue tan bien!
Apenas los descubrió, Elina armó a los niños con machete y lanza y —como aquel etíope digno de alabanza— los lanzó al jolgorio de la caza del invasor malvado.
Es curioso que nadie se ocupe de estudiar refranes, cuando son la mismísima cábala de toda nigromancia. Y más curioso aún cómo las aversiones o fobias hacia algunos animales varían según países y culturas.
En el Sudeste Asiático y Australia, “la desaprensión” es contra las víboras. En cambio, en algunas regiones de la India y Asia Central, son adoradas como seres mágicos.
En Cuba hay una fobia generalizada a las ranas. Jamás me expliqué por qué.
El asunto es que la presencia de ratones en una casa, en Europa, activa el botón de pánico nuclear automáticamente. En mi caso, el asunto acabó con la llegada de nuestra gata Lagherta.
Elina la consiguió por internet, buscando anuncios de alguien que tuviera una gata parida. Una buena tarde de octubre, allá fuimos los cuatro a traer la cachorrita a una antigua masía, en medio de un paraje muy boscoso, en las faldas mismas de los Pirineos.
Apenas llegó a casa, Lagherta y Lucas, Lucas y Lagherta, se hicieron pareja de hecho. No se sabe cuál le cambió la vida a quién. Yo esperaba que fuera Pipo quien se apropiara de Lagherta, pero no: Lagherta se fue con Lucas. Ella lo buscaba, lo seguía… y en un principio llegué a pensar que era porque Lucas es el más pequeño de la casa.
Al parecer, los animales y los humanos pueden ser unidos por el amor a primera vista. Paradójicamente, a veces también los une el odio, que, como dice mi amiga Ileana Medina Hernández es la flor de la desconfianza en el árbol del miedo.
Mi hermano tenía un fantástico ejemplar de toro cebú. Un bramánico puro, con su enorme giba y sus orejas caídas como si fueran lágrimas. Más bien era un torete, que es cuando el animal pasa de añojo y se doma para labores de labrantío.
No sé si fue la humillación de ver caer un pesado yugo de yaba sobre su hermosa testuz, el cruel narigoneo o el despunte de los tarros.
El destarre es ese horripilante ritual donde al animal, amancornado a una noria, le cortan las puntas de las astas con un serrucho. Y gime, y se revuelve… Se rebela. Salta y cae postrado, con las arterias abiertas en sus cuernos, como en aquellas películas de Kurosawa.
Lo cierto es que Joroba’o —que así le puso por nombre— y mi hermano tuvieron una relación de cuadrúpedos encabritados, con cornadas, abusos y atropellos, que duraron mucho tiempo…!
Cada uno fue sacando lo peor del otro hasta llegar casi a emparejarse. Es bíblico: el buey conoce a su dueño, y el asno, el pesebre de su amo.
El año pasado, un amigo me invitó a pescar en mar abierto. Zarpamos al amanecer, aún oscuro, y casi una hora después el barquito se mecía en ese punto donde el horizonte es una costa difusa. Con una colina verde, mitad soñada, mitad amarilleada por las genistas cuando miras a tierra.
—Es por aquí —dijo Luisito, con las ínfulas del pescador avezado que siempre ha sido. Observamos la pantalla del sonar y, efectivamente, debajo se mostraban esporádicos cardúmenes de peces.
Pero pescar nunca fue lo mío…! Si entre bueyes no hay cornadas, tampoco las hay entre los peces que morimos por la boca… Solo saqué algunos serranitos, que devolví al agua… y cuatro Julivias, que metí en una bolsa y me las llevé a casa.
La julivia, en castellano “Doncella” (Coris Julis), es el pez más hermoso que existe. Vive la primera parte de su vida como hembra… y la segunda como macho, sin dejar de ser el mismo pez. Sin que sus diferentes nombres fueren enviados a un consejo de ancianos experto en géneros gramaticales, pronombres personales y declinaciones solemnes.
Este pececillo de apenas un palmo simplemente deja de ser una hembra pequeña y gris y se vuelve un macho vistoso, con colores turquesas o plateado magenta, encendido… Un espectáculo. Un arcoíris que vive bajo el mar y que compite con otros machos para conquistar la hembra que él mismo, antes, había sido.
En “El banquete” de Platón, Aristófanes expone el mito del origen del amor: los andróginos nacen hermafroditas, y Zeus los separa para que las dos mitades sigan buscándose por la vida. Para explicar que el amor no es solo deseo físico, sino una fuerza que nos lleva a la unidad y nos hace plenos y mas fuertes.
No sé si Platón conoció las julivias: esas criaturas que en la segunda parte de su vida se la pasan buscando lo que fueron en la primera.
Lucas, con Lagherta, se volvió un niño enamorado de los animales y la naturaleza. En Canarias, me hizo recorrer el Loro Parque, un lugar verdaderamente hermoso… Con pájaros reales, y no como aquellos de Disneyland, donde se paga una fortuna para ver un ratón de mentiras, que no es ni listo ni colorao.
Ah, y un show de pájaros de madera que hablan en diferentes idiomas, formando un coro en miniatura, digno del Miniatur Wunderland, de Hamburgo.!
Hace un par de mañanas, iba con Lucas por un supermercado —El Esclat— y nos dimos contra la imagen cutre de los crustáceos en pecera.
El hombre, ese animal que de cien jugadas con intención altruista adivina solo una, un día acertará y será prohibido tratar con deslealtad a los animales… y seguirá siendo legal cazar o pescar, pero solo estrictamente para comer.
—¿Qué hacen aquí estos animales? —me preguntó alarmado, mirando las muelas amarradas de los cangrejos.
Los campesinos —mi padre— creían que los animales deben sufrir una sola vez: cuando van al caldero para comértelos, como en Nochebuena —por ejemplo—y así mismo intento explicárselo a Lucas.
Pero ante sus ojos curiosos, una caja de cristal apresa bichos —langostinos vivos y cangrejos atontados— esperando a que el gordo aburrido del barrio, saque un ticket en la cola de domingo y vaya a por sus cabezas a cambio de unos euros estrujados.
Aquella tarde en el campo, Mi Madre se detuvo bajo el alero del portal ante la tarde reverberante. Se acomodó los espejuelos, e intentó distinguir qué pasaba en lontananza. De donde venían aquellos bramidos y maldiciones.
A quinientos pasos de allí, en mitad de la sabana, Jorobado había roto las cadenas, y estaba atacando a mi hermano.
Un bulto subía y bajaba por el aire. Mi hermano, que no nació con puños, sino con dos rocas volcánicas en el extremo rústico de sus brazos, rodaba por el suelo esquivando las cornadas.
Jorobado lo volteó por los aires, y cuando vino sobre el a machacarlo, mi hermano pudo agarrarse a la argolla metálica del narigón, con una mano. Con la otra, rodilla en tierra, le asestó un golpe descomunal, en el ojo, redondo y grande.
El toro se detuvo en seco y reculó. Mi hermano, se fue poniendo de pie como pudo, sin soltar la argolla en su nariz, mientras el torete mugía y echaba espumarajos por la boca.
Con un ojo color vidrio blanquecino, bajo un sol espléndido, lo fue trayendo dominado, con el hocico a ras de suelo hasta la noria en el batey de la casa.
Lucas, me sorprendió aquella mañana de la pesquería, mientras cortaba la cabeza sobre una tabla, a una Julivia color Buganvilla, fucsia y dorada..!
—¡¿Pero qué haces Papá.. a ese pobre animalito!?— dijo espantado. ¿Acaso no ves lo hermoso que es?…
Intente recurrir a aquel pasaje del Rey León, donde Mufasa, le cuenta a Simba por qué debe comerse las gacelas. Y canta Elton John “The Circle of Life” de fondo.
Mi hermano, llegó nervioso y lleno de magullones. Algo de sangre en el rostro, y el narigón de Jorobado, vencido y manso en una mano. Varias cornadas le habían dejado marcas en el tórax.
De algún modo, se me parecían ambos rostros. En ambos había miedos de supervivencia, como en aquellos perros de Jack London que por temor, se caían a dentelladas. Sus caras estaban deformadas por el áspero ritual de dominarse y sobrevivirse.
—En inteligencia gana él, pero en fuerza ganó yo— le dijo a mi Madre mientras ataba en lazo corredizo, la enorme cabeza del toro. Con sus dos orejas que cuelgan como lágrimas y su ojo vencido que recuerda una piedra lunar.
Miro a Lucas ahora, delante de la cárcel de Crustáceos atontados.. y recuerdo aquella maldita costumbre de mi padre, mientras sacrificaba un cerdo para celebrar la Nochebuena:
—El más pequeño de los varones —es decir yo— tenia que aguantarle la pata al animal que iba a ser sacrificado.
— ¿Cómo le puedes hacer eso a un animalito tan bonito..?—insistía Lucas delante de la tabla de las descabezadas Julivias..!—
Recordé el cuchillo de mi padre buscando el Corazón, de aquellos cerdos que chillaban aterrados.
—¿Por qué, Papá?—pregunta Lucas, con esa inocencia de los niños que ven a un Gran Sabio cada vez que ven al padre.
Desfilan en mi memoria, imágenes de violencia por supervivencia o miedo. El tórax magullado de mi hermano. El ojo de luna herida en la cabeza poderosa del buen torete —había belleza en el—. El fuerte aliento de aguardiente de mi padre, que acuchilla un cerdo para celebrar la venida del hijo del Señor. El arcoíris multicolor, de una tarde siempre encendida, en el dorso refulgente de un hermoso pececillo que al final no pude comerme. Y la hermosa Lagherta, su adorada mascota, que tardó tres segundos en lanzar por los aires los astutos ratones colorados.
—Somos hijos de la barbarie —quise decirle a Lucas, pero creo que no le dije nada. Ya lo irá descubriendo.