Por Pedro Pablo Aguilera (CubaxCuba)
¿Cómo quedamos atrapados en una historia tan loca? ¿Cómo las familias se dividieron y los amigos pasaron a ser hipócritas y cómo los vecinos y los compañeros de trabajo nos vigilamos? ¿Cómo el ciudadano entregó sus derechos y muchas veces se hizo cómplice por acción u omisión de una dictadura que fue alimentada desde nosotros mismos?
Claro que es más fácil mirar a otro lado, justificarse y culpar a otros. Eso es posible, pero también en la intimidad sabemos que no es honesto del todo. Cada cual tendrá sus razones, sus miedos y confusiones; al final somos humanos. Comprender cómo el ciudadano se «suicidó» en Cuba es vital, pues habrá un mañana. No es un problema de llenar espacios en la historia; es que será necesario reconstruir la ciudadanía para rehacer la nación desde un ADN muy manipulado.
En los años cincuenta del siglo XX, colectivamente se quiso un cambio democrático desde el liberalismo clásico y un nacionalismo que cerrara el capítulo de nuestra independencia endeudada a otro país. Fue un accionar plural, centrado en una sociedad liberal, y no otra cosa.
En los primeros momentos del triunfo de enero de 1959 la ciudadanía no percibió el accionar de una minoría que fue moldeando el poder con una narrativa que justificaba cada cambio, como en una partida de ajedrez donde se sacrifican piezas en favor de intereses mayores. Lo que no se vio por la gran mayoría fue que entre esos sacrificios estaba la pérdida total de las libertades individuales más esenciales, que fue el camino para convertirnos prácticamente en peones de un rey.
Todo fue hecho a la vista. La Isla se convirtió en un tablero de ajedrez. Cada partida tuvo en nosotros actores-piezas y espectadores-víctimas a la vez. Esto lo explica Solomon Asch cuando afirma que aun sin consentimiento informado y donde cada decisión del poder significaba la anulación de la ciudadanía, hubo conformidad social para ajustarse a las normas del grupo en el poder, incluso cuando sabían que esas normas estaban equivocadas.
Y es que Cuba aplaudió mayoritariamente el sacrificio, la humillación y cada disparo de ella misma contra sí. No caben dudas: los victimarios-víctimas fueron mayoría durante dos décadas, que actuaron contra las minorías reprimidas al resistirse, al no ajustarse a las normas que configuraron la trágica realidad cubana hasta hoy.
Hay que ser sinceros, aunque duela: la sociedad cubana otorgó un apoyo mayoritario a medidas y determinaciones que la afectarían. Fue primero una aprobación consciente, y luego, por miedo, se hizo rehén y comenzó a sobrevivir en un encierro cada vez más asfixiante, como cuenta el filme Los sobrevivientes, de Tomás Gutiérrez Alea. La ciudadanía, por compromisos, emociones, temores y supervivencia, apoyó políticas de todo tipo contra sí misma durante décadas, con momentos críticos que indican las resistencias de determinados sectores que, excepcionalmente, buscaron los cambios desde dentro.
Varias generaciones creyeron durante toda su vida, o siguen creyendo más allá de toda racionalidad. ¿Qué nos pasó? Desde su teoría de la conformidad, Asch explica algo que pudiera dar luces en este asunto: «la conformidad no es solo una cuestión de rendirse ante la presión del grupo, sino también de la necesidad de sentirse parte de un colectivo y ser aceptado». Es decir, la sociedad cubana, al menos gran parte de ella, hizo de la simulación un modo de vida al costo moral más alto frente a los otros y a ellos mismos. La dignidad humana fue pisoteada no solo por los que detentaron y detentan el poder, sino por un accionar propio.
El «hombre nuevo» fue una construcción ideológica que justificó la destrucción del individuo y sus derechos fundamentales. La sociedad cubana mayoritariamente aceptó ser parte de un experimento social que la llevó a su propia negación como ciudadanía. Los cubanos nos convertimos en nuestros propios vigilantes, en delatores de nuestros vecinos, en jueces de nuestros amigos y en verdugos de nuestra propia libertad.
¿Cómo salir de esto? La respuesta no es simple ni única. Requiere un proceso de reconocimiento colectivo de lo sucedido, de aceptación de responsabilidades y de reconstrucción de valores ciudadanos. La sociedad cubana necesita recuperar su capacidad de pensamiento crítico, su autonomía individual y su dignidad como pueblo.
Explicar qué nos pasó no es solo un ejercicio de memoria histórica; es una necesidad vital para la construcción de un nuevo futuro, donde la libertad individual y los derechos fundamentales sean la base de nuestra sociedad; donde el miedo no sea el motor de nuestras acciones y donde la dignidad humana sea verdaderamente respetada.
Únicamente así, entendiendo el pasado y asumiendo nuestras responsabilidades, podremos comenzar a reconstruir una Cuba en la que el ciudadano sea libre, y donde la democracia no sea solo una aspiración, sino una realidad cotidiana.
i S. E, Asch, (1951). Opinions and social pressure. Scientific American, 185(5), 31-35.
ii Ibídem
Pedro Pablo Aguilera es filósofo, Especialista en Historia de la Filosofía.