Por Carlos Carballido ()
Dallas.- Nunca creí en la imagen recurrente de personas en fase terminal que esperan por un amigo cercano para el último adiós. Nunca. Hasta que simplemente lo viví.
He volado casi dos mil millas para verle por última vez, a pedido de la mujer que amaba. Mi madre siempre nos llamaba almas gemelas, porque crecimos de manera complicada en un país de mierda, en un barrio de la misma calaña, entre carencias y supervivencias propias de la marginalidad.
A los 12 años, inspirados por un sobreviviente japonés de la Segunda Guerra Mundial enviado a los campos de concentración de Isla de Pinos, hicimos un pacto de cuatro puntos, puestos en una botella que enterramos en el jardín de su casa. De aquel sensei aprendimos todo lo que nos permitió sobrevivir todo este tiempo. Mi alma gemela siempre fue mi contraparte. Esa especie de alter ego de carne y hueso que ponía calma ante mi violencia, que no aprobaba mi desordenada forma de romper corazones de mujer como esos machos del barrio, y que al final me dio la visión de que siempre la paz es preferible a cualquier guerra.
Es difícil ver a tu hermano por convicción con un rostro diferente al que conociste. Solo fui a su encuentro porque quiso despedirse de nuestros poquísimos amigos de antaño. Y por esa extraña razón que no comprendí, solo yo fui quien lo hizo, a pesar de que nos separan varios estados de distancia.
Su mujer, a quien también amo en el sentido sano de la palabra, me pidió que no hiciera de esto un festín de publicidad en redes, porque algunos de nuestros allegados viven hasta en la misma ciudad, y es la razón por la que omito identidades.
Mi alma gemela ya partió. Tas aterrizar y al encender el móvil, fue el primer mensaje que vi. No puedo creer que mi presencia haya sido esperada para iniciar su viaje eterno.
Una hora y media separa el aeropuerto de mi casa. Suficiente tiempo para recordar cada segundo de las 48 horas y 36 minutos a su lado y junto a la mujer que ambos amamos en el sentido sublime de la expresión.
En sus últimas palabras, me pidió que olvidara aquel juramento que dejamos enterrado en Cuba con las 4 virtudes del samurái: Lealtad, Compromiso, Honor y, sobre todo, Bondad.
-No sirve de nada en este mundo nuevo. Solo trae sufrimiento y decepción. Dedícate a ti y punto. Los demás que se las arreglen como puedan. La Bondad deberá ser el primero al que renuncies.
Mi casa es igual a mi regreso. Mi alma gemela ya no estará en las malas, como siempre estuvimos. Las “buenas” no cuentan porque para eso sobran los amigos. Tampoco hay muchas buenas que celebrar y menos ahora.
Cuidaré de mí, como me pidió. Intentaré evocar la vida del samurai Miyamoto Musashi, quien murió de viejo, con el cuerpo lleno de heridas y golpes, pero bajo ningún sable enemigo.
A ese viaje también iré, y espero que me perdones. No sé vivir sin esos atributos que enterramos en una botella. Puedo saltarme algunos, pero no todos. Cuando vuelva a abrazarte, espero que tu bondad sea capaz de perdonar la única traición que quizás tenga en contra tuya.