Por Carlos Cabrera Pérez
Majadahonda.- La ingeniera y escritora cubana Silvia Mayra Gómez Fariñas acaba de encender el fogón, con una evocación de las fondas que el comunismo de compadres extirpó durante su Ofensiva Revolucionaria (1968) y sirve la mesa con un menú inasumible para la mayoría de las sedientas bocas cubanas y bolsillos rotos por culpa del enemigo.
Los censores de Cubadebate debieron estar comiendo catibías, cuando la líder en ventas de libros, les coló su rica propuesta de mojo isleño, frituras de arroz, puré de boniato y arroz con pescado; aunque el menú es secundario, pero revelador porque la escritora detalla cada receta y la ilustra con fotografías a todo color. ¡Buen trabajo!
El texto de la ingeniera agrónoma Gómez Fariñas es un inteligente y justo reclamo sobre la sabrosura de la sencilla cocina cubana, vedada a los pobres de la tierra; a 66 años de la entrada a La Habana del triunfante Ejército Rebelde.
Como Silvia Mayra conoce y padece el mentiroso aparato de propaganda oficial, usa como exergo una frase de José Martí: “Comer bien, que no es comer ricamente, sino comer cosas sanas bien condimentadas, es necesidad primera para el buen mantenimiento de la salud del cuerpo y de la mente…” (1884). El apóstol tirándole a la Oficola.
La segunda cucharada es de Ampanga y no viene en bote: «En el camino de la comida criolla, esa que sale de los hogares y pasa a ser comida popular, tiene un trampolín, que es el que la lanza al camino del comercio y es nada más y nada menos que nuestras fondas, sí, esos locales pequeños formados de mesas, taburetes y sillas sin uniformidad alguna, ubicados, muchos de ellos, en la parte delantera de la propia vivienda, de forma muy sencilla pero con una cocina casera, que con sus olores y sabores extasiaban al comensal, nada de condimentos rebuscados; todo era natural y muy sano».
Con tenedor: (…) «cada plato tenía su propio sabor y bien sazonado, con productos naturales, ají, cebolla, ajo, culantro, cilantro, perejil, albahaca, hierba buena, hojas de guayaba, comino en grano que al tostarlo y macerarlo perfumaba el local, pimienta, clavo de olor, canela, naranja agria, limón, vinagre, vino seco, manteca de puerco. Se trabajaba pero valía la pena…»
Y el postre: «Por lo general, este tipo de establecimiento eran visitados por personas de paso por el lugar, comerciantes y -en los pueblos de campo- muchos partidarios (obreros agrícolas, que trabajaban en alguna finca cerca del pueblo y vivían solos) venían los domingo al pueblo a traer la ropa a las lavanderas y pasaban a almorzar en ellas, fundamentalmente los isleños. Esos hijos de las Canarias, tan despreciados en un tiempo y tan queridos hoy».
Los milagros del Punto cubano y las remesas son incontestables.
Afortunadamente, la autora no cae en la moda reciente de ensalzar el pasado remoto, como si todo hubiera sido maravilloso y justo, pues aclara que las salidas a restaurantes eran privilegio de los más afortunados, y subraya que, a las fondas, acudían familias cubanas modestas para celebrar algún acontecimiento filial o encargaban directamente el menú para comerlo en casa.
¡Que República aquella!, donde la mujer cubana presumía de su buena cocina y, a diferencia de la repostería actual de paladares y similares, hacía natillas, torrejas, dulces en almíbar de variadas frutas, arroz con leche y pudín; entre otras ambrosías domésticas.
El rescate equilibrado de la memoria es una receta eficaz para salvar la nación, tan golpeada por la escasez comunista, que ha convertido cada ingesta en zozobra cara, la guanábana en fruta exótica y el boniatillo en bocado de obispos y embajadores.
Silvia Mayra fue cocinera antes que escritora e ingeniera y sabe cómo guisar un cubanísimo ajiaco sin alzar la voz, sin herir sensibilidades, pero sin renunciar al paladeo de lo perdurable y auténtico, subrayando que no solo de bistec vivía el cubano y recordando que;,si por el pico te quieres divertir, cómprate un cucuruchito de maní.