Por Robert Prat ()
Miami.- Adrián vive en West Palm Beach. Recaló allí a principios de noviembre de 2022, después de abandonar la isla por la persecución constante de la Seguridad del Estado para que abandonara Cuba. Ahora tiene familia nueva, trabajo y sueños. Ahora es libre.
Tiene 23 años y siente una nostalgia tremenda de sus padres y sus dos hermanos menores, de los cuales se despidió una madrugada mientras dormían. Les besó las mejillas a ambos, les acarició las cabezas y, mientras dos lágrimas corrían por sus mejillas, abrazó a sus padres, se montó en un desvencijado almendrón y se fue al aeropuerto para tomar el camino de Nicaragua: la famosa ruta de los volcanes.
Ya olvidó las vicisitudes que vivió desde que desembarcó en Managua, la dura travesía hasta la frontera sur de México, la zozobra permanente ante el temor a ser asaltado por los mismo que los guiaban. Y luego esos días en las cercanías de Tapachula, en espera de un salvoconducto para ir directo a la frontera y cruzar el río Bravo, del cual solo sabía lo que veía cada día por youtube.
Pasó noches enteras sin dormir. Y cuando el cansancio lo obligaba a cerrar los ojos, despertaba con pesadillas. Unas veces eran cocodrilos mordiendo sus pies en el río Bravo y otras, centenares de cucarachas y ratones caminándole por encima en una cárcel castrista.
Adrián no olvida la tarde en que, después de jugar al fútbol, cuando iba camino a casa, le cortó el paso un hombre con una camisa de cuadros, un jean y unos tenis medio viejos, medio feos y bastante sucios y, sin mediar saludos, le dijo su nombre completo, el de sus padres y sus hermanos, y luego lo llamó para enseñarle un vídeo en el que se veía él mismo durante las protestas en el pueblo el luminoso 11 de julio de 2021.
Recuerda que lo invitó a sentarse un rato, pero, por más que quiere, no logra rememorar las preguntas, la conversación, el diálogo, los argumentos. En su cabeza solo quedaron unas frases sueltas, unas amenazas. «¿Sabes que es Villa Marista? ¿Viste dónde tenemos a los cabecillas? Las prisiones están duras: no hay comidas, las ratas y las cucarachas te pasan por encima. ¿Por qué no te vas?».
Esas frases Adrián no las olvida, y en su cabeza repiquetea siempre aquel «¿Por qué no te vas?”. No ha pasado un día en que no recuerde aquellas palabras 10 veces, o cien. Las tiene grabadas en la memoria y vuelven solas siempre, aunque trate de editarlas, todo el tiempo.
Ese fue el primer día. Esa noche llegó a casa y no comió. El estómago le daba vueltas, como si hubiera ingerido alguna comida descompuesta. Aquel tipo, el que le habló, que apenas lo conocía del pueblo, y que no sabía a qué se dedicaba, le revolvió las entrañas y sintió un asco enorme a todo lo que significaba el sistema.
«No voy a comer, mamá», le dijo a su madre, que preocupada se levantó de la mesa y se sentó a su lado en la cama. La madre le pasó la mano por la cabeza mientras él miraba a la pared, siempre a la pared, y sin hablar, para que ella no viera que había lágrimas en sus ojos. De pronto pensó que aquellas caricias en la cabeza podrían ser las últimas que recibiría en su vida y un nudo enorme se le trabó en la garganta.
Entonces se volvió y abrazo a la madre. Lloró en su regazo, sin hablar, sin decir nada. De fondo, allá en el comedor, se escuchaba la voz de sus hermanos, que se rifaban su comida. Eran tiempos malos y un muslo de pollo más era una bendición.
Adrián no dijo nada, pero a la mañana siguiente fue a la oficina del carné de identidad a sacar el pasaporte. Todos los ahorros de los últimos meses, conseguidos con un sacrificio tremendo para ayudar en los 15 de sus hermanos, se los gastó en dos días. Luego llamó a un primo que vive En Estados Unidos y lo emplazó. El primo no puso objeciones. Solo le dijo que «familia es familia», que no iba a dejar que lo metieran preso.
Dos días después de tener el pasaporte en la mano, Adrián salía de la casa de la novia en la noche, y el mismo hombre, con la misma camisa de cuadros y los mismos tenis medio viejos, medios sucios, volvió a interceptarlo. «Te queda una semana para largarte», le dijo, y luego agregó: «Salúdame a Humberto y Ana», que espero que estén bien de sus problemas de hipertensión». Y soldó una sonrisa ladina, sucia, en la que dejaba ver unos dientes feos, escondidos detrás de un bigote mal cuidado y medio canoso.
Adrián se detuvo en seco. Las rodillas le temblaron. Sintió miedo. No quería irse. Abandonar su país nunca fue una opción. Incluso, ni cuando sacó el pasaporte lo vio como una alternativa, pero ahora era la única. No se imaginaba la vida lejos de su familia, de los consejos de su padre, del cariño de su madre, de la risa estridente de sus hermanitos. No podía ser verdad, pensaba, mientras intentaba enrumbar el camino a casa.
Ahora, a pesar de haber hecho una nueva familia. De tener una esposa y un niño pequeño, sigue teniendo sueños raros, incómodos, sobresaltos, sigue arrastrando una añoranza tremenda de sus padres, de los hermanos que han crecido muchísimo, y que le dicen cada vez que hablan que extrañan jugar al fútbol y al ajedrez con él.
Eso sí, a Adrián le ha crecido el resentimiento, el odio, los deseos de revancha. Todos los días revisa las redes para ver si, entre esos represores que dejaron Cuba, se encuentra el hijo de puta que lo amenazó con meterlo preso y lo obligó a irse de Cuba. El mismo que lo hace soñar cada noche con ratones y cucarachas en una celda inmunda, donde aún tienen presos a amigos suyos, con los que jugaba al fútbol.
Por suerte, cada día, cuando despierta, siente la felicidad de vivir en un país libre, que no solo lo acogió y le dio trabajo, sino que le regaló una nueva familia y un futuro esperanzador. Lo mismo que quiere para sus hermanos, incluso para sus padres, aunque estos estén llegando a los 50 años.
Adrián sabe que un día Cuba cambiará. No cambiará por si sola, sino porque los cubanos de adentro harán que también y él solo quiere volver para echar una mano y, de paso, buscar al tipo que lo obligó a emigrar. Aunque sabe que de esos hay miles en Cuba.