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Por Víctor Ovidio Artiles ()
Caibarién.- Hace un rato hablaba con un amigo de otro país. Luego del saludo inicial, me pregunta cómo me lleva la vida. En pos de cuidar las relaciones diplomáticas entre los dos países hice un giro en la conversación. Comencé a hablar del frente frío que ha de obligar a los mosquitos y jejenes a esconderse, de la cobardía de Al Assad que salió huyendo sin defender su cargo.
Tal parecía no me estaba escuchando y me preguntó cómo iba evolucionando la inflación. Intenté alejarme del tema pero siguió insistiendo. Las manos me sudaban copiosamente y la pierna derecha parecía un resorte. Sólo le comenté de la carne de cerdo y de los frijoles.
El hombre empezó a reírse sin parar. «Tú no cambias, mi hermano. Siempre haciendo reír a uno», me dijo. Le expliqué la seriedad del tema pero seguía riendo. Intenté preguntarle sobre su tierra pero su necesidad de torturarme era desmesurada.
Cuando ya mi presión rondaba los 160 con 130 metió el dedo en la llaga y me la restrujó. El examigo se atrevió a preguntarme sobre los apagones. Separé el teléfono de la oreja y mirando la lámpara apagada y la hornilla fría, sentí una bradicardia intensa. Por miedo a un colapso, colgué la llamada. Tomé un vaso de agua tibia y llamé al embajador del país de mi amigo.
El hombre me atendió amablemente hasta que le hice saber que rompíamos las relaciones con su país y que tenía 24 horas para salir de aquí. Le mandé un mensaje a mi antiguo amigo que decía: «Flor amarilla, flor colorá, si tienes vergüenza no me hables más. Y pa que sepas, abusador, la vida no me lleva… ni yo a ella. La vida ni me habla así que tú tampoco. Fresco».