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Por Rafael Muñoz ()
Berlín.- El teléfono interrumpió el murmullo de la mesa. Una persona frente a mí se disculpó con un gesto breve y se apartó hacia una esquina. Desde allí, su voz me llegaba en fragmentos.
“Sí, claro que sí… hoy paso por allá”.
La vida en la mesa siguió su curso, pero yo no podía apartar la atención de sus palabras.
“No, papá, las pastillas rojas… están en la mesa. ¿Las ves? Sí, esas”. Dejó escapar un suspiro. “Claro, yo también te quiero”.
Mi vecino de asiento notó mi interés. Lanzó una mirada fugaz hacia la hablante y, tras un instante, regresó a mí:
“Va todos los días a verlos. Se asegura de que coman, que estén bien… Se sienta con ellos, los escucha”.
Susurra, sus dedos tamborilean sobre su copa antes de añadir: “¿Y en Cuba? ¿Qué hacen con sus mayores?”.
Tomé un sorbo de agua antes de responder. “Nos ocupamos de ellos en familia. No hay apenas hogares de ancianos”.
Asintió ligeramente. Tras un silencio, preguntó con tono grave:
“¿Y los que no tienen a nadie?”.
No supe qué decir. Bajé la mirada al plato frente a mí, buscando una respuesta. Para ese entonces, el murmullo de la mesa ya había absorbido el regreso de la chica del teléfono, pero el eco de la pregunta permanecía fijo en el aire.
“¿Pech?”, murmuró entonces.
Asentí. La crudeza del término alemán dibuja en solo cuatro letras el destino de los ancianos sin familia en Cuba: desprotegidos, entregados al abandono y la incertidumbre.
(Pech es mala suerte)

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