
LOS MUERTOS DE MI FELICIDAD
Por Tania Tasé ()
Berlín.- Me subo al avión. Me late muy fuerte el corazón. Estoy apencá aunque sé que nadie ha muerto nunca de ser feliz. Pero es que estas latas gigantes y mi claustrofobia no se llevan muy bien.
Las últimas imágenes que vi ayer antes de comprar el ticket, no se me van de los ojos: muchachos jóvenes vistiendo aún el pantalón de uniforme de carceleros, pero desnudos de la cintura para arriba, abriendo las rejas de todas las prisiones. Los prisioneros saliendo a lanzarse a los brazos de sus madres, de sus padres, de sus hermanos, de sus abuelos, de sus espos@s y novi@s. Sin poder creer aún que los abrazos los estaban recibiendo en tierra ya libre de tiranos. Incredulidad, llanto, risa, todo mezclado.
La voz autoritaria de la aereomoza (¡abróchese el cinturón de una vez!), me devuelve a la realidad, la lata está a punto de despegar. No miro a nadie ni hablo, pero los pasajeros son en su mayoría cubanos. La bulla y las bromas los delatan. Cada vez que pienso que voy a estar once horas sin poder fumar, quiero bajarme, pero ya es imposible. Volamos.
Después que reparten la comida que parece juguete, la mayoría ronca. Pero yo no logro dormir (¡vaya novedad!).
Las noticias de las últimas semanas se reproducen en mi cabeza en un loop infinito.
Parece que todo empezó en una feria de ventas de alimentos. Un inspector quiso poner una multa enorme a un vendedor y decomisarle la mercancía. Nada nuevo, cosa de todos los días en cada rincón de Cuba. Una anciana acompañada de una niña pequeña, transmitía en vivo para Facebook y decía a gritos: ¡déjenlo abusadores! Eso no hubiera trascendido y nadie se hubiera enterado de ese live, que hoy tiene millones de vistas, si no hubiera llegado una guaga repleta de policías.
Ni siquiera estaban de servicio, viajaban hacia otra provincia, pararon para «arañar» algo en la feria. Dos de ellos se dieron cuenta de inmediato de lo que sucedía y empujaron a la anciana en su afán de quitarle el teléfono y no transmitiera. Pero ella se resistió y la golpearon muy duro en la cara. De inmediato una multitud que había mirado todo con indiferencia hasta ese momento, se lanzó sobre los policías. Estos trataron de sacar sus armas, pero la muchedumbre no les dio tiempo. Fueron casi linchados, mientras sus compañeros huían en la guagua sin darles auxilio.
La anciana no dejó de transmitir y ya tenía más de cien mil personas conectadas. Y todo el mundo empezó a compartir y avisarle a los demás. Se regó como pólvora. En los últimos minutos de la transmisión se empezaba a escuchar un aullido insoportable de sirenas. Llegaron los boinas negras y el ejército y reprimieron brutalmente. Hubo muchos heridos de bala, de tonfa y de gas pimienta. A los últimos manifestantes los redujeron a patadas, incluyendo a la anciana, que sólo después de caer inconsciente, dejó de transmitir.
El resto se explica solo: fue tal el schock y la indignación de los cubanos, que a partir de esa tarde, hubo muchos Río Cauto, muchos San Antonio de los Baños, muchas Caimanera, muchas Nuevitas, muchos maleconazos, muchos 11J en el país entero. Muchas semanas. Y aunque hubo heridos y muertos entre los manifestantes y los represores, la sublevación no se detuvo hasta que los tiranos huyeron del país, no se sabe adónde aún. Y lo hicieron porque una parte grande de los militares se puso del lado de los manifestantes. Los médicos empezaron a auxiliar a los heridos en plena calle, la gente escondió en sus casas a los más perseguidos, los dueños de negocios pequeños daban agua y comida gratis a los rebeldes. Todos se pasaban información de lo que sucedía en otros puntos de la ciudad, de la provincia, del país.
Nosotros, los que vivimos fuera mandando de todo, hasta el alma, hasta que cerraron las fronteras. Todo se paralizó, puertos, aereopuertos. Nadie ni nada entraba o salía. Nos moríamos de angustia porque casi no podíamos comunicarnos con los de adentro. Nos manifestamos también ante las sedes del gobiernos de los países en que vivimos, día y noche, semana tras semana, hasta que el mundo entero supo lo que sucedía en Cuba.
Entonces, los cerdos huyeron.
Y nosotros empezábamos a ponernos en camino haciendo la ruta del regreso soñada tantas veces.
Al fin aterrizo. Me matan las ganas de fumar y de abrazar. Los cubanos salen cantando del avión. Están felices, a la mayoría le esperan familiares o amigos.
A mí no. No le he contado ni a mi sombra que viajé. Totalmente de incógnito.
Aunque una sabe lo que le espera, no he logrado prepararme para este arribo. No se puede, no hay forma.
Me golpea un pensamiento tan fuerte la cabeza, como el olor a humedad y podrido que golpea mi nariz apenas piso suelo cubano:
Nadie me espera.
(Fin de la primera parte. Continuará mañana. )