
EL SERVICIO MILITAR EN CUBA Y LAS VIDAS QUE SE PIERDEN
Por Tania Tasé ()
Berlín.- He leído la triste noticia de otro joven que pierde la vida en el Servicio Militar Obligatorio. Por su propia mano, en Guantánamo. Y hoy me trae Facebook esto que escribí hace dos años. ¿Casualidad? No creo.
DE CÓMO SE CONVIRTIÓ MI PRIMER AMOR EN UN MARGINADO
Yo casi hubiera olvidado esta historia que les haré, si no fuera por la investigación tan seria que están haciendo un grupo de activistas cubanos por los derechos humanos, sobre el Servicio Militar Obligatorio.
Yo seguramente nunca contaría esta historia si no hubiera tropezado con un post sentimentaloide de esta periodista oficialista explicando por qué los adolescentes muertos en el incendio de Matanzas durante el cumplimiento del SMO, son héroes. Si no hubiera visto cómo usa el dolor de sus familiares y lo manipula. Aún así, quizá seguiría yo callada si no hubiera visto estos comentarios.
Tenía yo 16 años y un novio. Un novio lindo. Un novio grande. Un novio alegre y cariñoso. Bueno como un pan, decía mi madre. Mi mami era un general con faldas cuando se trataba de mis amigos. Imagínense con un novio.
Tenía él 18 años, casi 19. Había hecho un técnico medio y era tornero. Voy a llamarlo Papo, que así lo llamaban todos.
Papo mide casi 2 metros de altura y casi lo mismo de espalda. Trabajaba y salíamos los fines de semana a pasear. Era muy noble, no sólo conmigo, también con su familia, amigos y vecinos. En fin: un pedazo de pan en dos patas, como decían todos.
Cuando más felices y enamorados estábamos, lo llaman al Servicio militar. En aquel entonces el SMO duraba tres años y la tan temida previa, 45 días. Le tocó en El Cacho.
Ya desde el primer pase lo noté distinto. Aunque era yo una adolescente bastante tonta sólo ocupada con mis Matemáticas, y estábamos contentos de encontrarnos y ponernos al día, supe que algo había cambiado, estaba mucho más serio y callado. Y también irritable.
Contó que lo habían escogido para las tropas especiales del MININT, (creo que en ese tiempo se llamaban Brigada Especial, o algo así). Y que iba a aceptar porque ahí duraría el servicio un año menos. Y sería paracaidista. El entrenamiento comenzaría enseguida, por lo que en lugar de tener una semana de pase después de la previa, tendría Papo sólo 48 horas para estar con su familia y conmigo. Había venido directo a mi casa. Tenía un olor desconocido para mí que no lograba identificar. Hoy sé que olía a monte.
Hablaba con mucho rencor de los sargentos instructores, decía que eran bestias que no descansaban hasta ver a los reclutas reventados. Sí, esa fue la palabra que usó: reventados. Y que se ensañaban especialmente con los «flojitos».
En aquel momento yo no comprendí bien lo que me estaba contando, sólo me alegré de que hiciera dos años de servicio en vez de tres. Lo acompañé un rato después a casa de sus padres. Ahí estuvo su padre, enfermo del corazón, muy ogulloso de él. Su padre se vanagloriaba de ser el único carnicero de toda Cuba que nunca robó. Había sido también machetero millonario en unas cuantas zafras. Me acuerdo que soltó: «Mijo, ahora sí le vamos a enseñar a los yanquis lo que es un Rambo cubano!» (Por esa época se empezaba a ver entre los pocos cubanos que tenían vídeocaseteras la película con Silvester Stallone. Ni mi familia ni la de él tenían esos equipos, pero la habíamos visto en casa de amigos).
En fin, que Papito se volvió a ir e hizo su entrenamiento de supervivencia y lo teórico en tierra. Todo iba bien y tenía pases extras por «destacado «. Y yo feliz. Sólo cuando le pregunté por qué andaba serio, me contestaba: me estoy haciendo hombre.
Y así fue como al casi hombre Papo le tocó la parte práctica: tirarse de aviones y helicópteros en paracaídas. Pasaron unos meses y estaba bien hasta un día. Hasta un maldito día que no se abrió el paracaídas cuando debía hacerlo, si no muy cerca de la tierra. Papito se jodió las dos rodillas y la columna vertebral de una vez.
Vinieron largos meses de tratamiento médico, operaciones y recuperación en una clínica u hospital militar (nunca supe cuál) al que sólo dejaban ir a su padre a visitarlo. Todos pensábamos que le iban a dar la baja del servicio.
Pues no, no fue así. Después de su tiempo de hospital, tuvo que reincorporarse. Sufrió un ataque de pánico cuando debió tirarse de un avión y fue sancionado por eso. Después de varios meses sin pase (por sanción), se le comunicó a la familia que estaba recibiendo tratamiento psiquiátrico. Recuerdo lo que su padre dijo: «¡flojo, carajo!».
Cuando nos volvimos a ver, ya Papo no olía a monte, olía a alcohol. Un muchacho que jamás en su vida había probado una cerveza siquiera.
Y tenía el pelo completamente blanco. Lleno de canas sin haber cumplido aún los 20 años. Y cojeaba. Y temblaba.
Al fin le dieron la baja, pero ya no era él. Se volvió vago, violento, muy violento y agresivo. Y terminó conmigo, dijo que no servía para mí.
Ya no era un pan en dos patas, ya no era alegre, ni noble ni cariñoso. Ni hablaba siquiera.
Años después volvimos a vernos casualmente y no lo reconocí, no podía creer que fuera él. Si no fuera por sus ojos y por un sobrenombre cariñoso que sólo él utilizaba conmigo. Parecía y era un anciano triste y apestaba a alcohol. No supe cómo ayudarlo.
Nunca se recuperó.