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Por Reynaldo Medina Hernández ()

La Habana.- 2024 ha sido el peor año que recuerdo desde que tengo memoria, y no lo afirmo por lo relacionado con mi persona, que no fue poco, si no pensando en cómo han transcurrido estos 12 meses en mi país.

Ya he dicho que tengo el dudoso «privilegio» de haber vivido las tres crisis económicas posrevolucionarias: la de los 70, la de los 90 (eufemísticamente llamada «período especial»), y la actual. Y digo, sin ninguna duda, que ningún tiempo ha sido tan terrible como estas 366 jornadas (recuerden que fue año bisiesto).

Es inevitable por estos días pensar en las festividades asociadas al fin de año. Claro que no recuerdo mis primeras Navidades, pero deben haber sido, más o menos, «normales» hasta 1963, cuando se impuso la libreta de racionamiento.

A partir de entonces por esa vía llegaban turrones, nueces, avellanas, membrillos y sidras, cada diciembre, hasta que en 1969, y de eso sí me acuerdo, Fidel Castro decidió por todos nosotros que era inapropiado celebrarlas en esa fecha, cuando tantos cubanos estaban cortando caña para la Zafra de los 10 Millones, y las transfirió para julio (¡55 años antes de que Nicolás Maduro adelantara las Navidades venezolanas para octubre!).

Durante algunos años los mencionados productos llegaron a las bodegas en julio, hasta que, sin explicación alguna, dejaron de hacerlo. Así nos robaron la Navidad.

¿Casualidad? ¿Problemas económicos? No lo creo. Aunque nunca fue política «oficial» ni letra escrita, el Gobierno cubano ejerció una gran hostilidad contra las iglesias cristianas (sobre todo la católica) y contra sus símbolos (y el más significativo, por supuesto, era la Navidad).

No es que las personas fueran represaliadas por poner el arbolito, aunque pudo suceder, pero era «mal visto» y «anotado» por quienes «estaban para eso». Cada año fueron menos, porque no se vendían arbolitos, adornos ni guirnaldas, así que en la ocasión se echaba mano de la empolvada cajita, siempre más menguada por los objetos rotos la Navidad anterior.

Eso sí, pese a todo, los cubanos siguieron haciendo su cena como podían, pero la celebración, excepto para los cristianos estoicos, fue perdiendo su connotación religiosa, y muy pocos se acordaban de Jesucristo cuando mordían su pedazo de lechón asado.

A nivel oficial, la fecha no existía, y era paradójico, porque nos llegaban imágenes de la URSS, supuestamente el modelo a seguir, con casas, establecimientos y calles engalanados para la ocasión. Tuvo que venir el gran Juan Pablo II para que se nos devolviera la Navidad. Pero de distribución de recursos nada, salvo las ventas abusivas de artículos en «las shoppings». Cada uno como pudiera.

Y así, en este terrible 2024, el tercer año consecutivo en que la economía nacional no crece, sumidos en la mayor inflación de la historia (los expertos hablan de estanflación), con más oscuridad que nunca (literal y metafóricamente hablando), como demuestran los interminables apagones (tres colapsos del SEN incluidos), cuando todo decrece excepto los precios, los baches, los basureros, la incompetencia de los funcionarios públicos, la emigración y la frustración, cada día con mayor deterioro de los servicios de transporte, salud, educación, sin medicamentos, sin comida, después de sufrir accidentes, ciclones y hasta terremotos, llegamos a otras Navidades precarias (para la mayoría) y, ¡por fin!, a su último día. ¡Solavaya!

Sería irracional culpar a un año de tantas desgracias, las culpas están bien identificadas en los responsables, pero creo que nunca los cubanos deseamos tanto que un año se terminara.

¿Será mejor 2025? ¿Quién puede saberlo? Como uno más de nosotros, solo puedo felicitar a todos mis hermanos hijos de Cuba, donde estén, y desearles que tengan salud y prosperidad, que no pierdan nunca las esperanzas y que se cumplan los sueños, los de uno solo, los de muchos, y los de casi todos, ¡qué un día tiene que suceder, eh!

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