LAS MUJERES Y EL PRESIDIO POLÍTICO EN CUBA

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Por Luis Rodríguez Pérez ()
Quivicán.- ¿Cómo olvidar aquel día, cuando dejé a los tres niños de María Cristina Garrido en el hospital pediátrico del Cerro? Aún los veo, desaparecer detrás de una elástica puerta, siguiendo a una enfermera. Aún los veo, así, caminando despacio, y llevando en sus manitos una jabita de nylon con sus únicas pertenencias: mucha orfandad y algo de COVID.
Casualmente, Angélica padecía en la prisión idéntica enfermedad. La habían llevado al «hospitalito» de ese centro macabro; una celda como cualquier otra celda, igual de pequeña, solitaria, asquerosa y tapiada de barrotes.
Ella, perdía el conocimiento y volvía en sí, con la misma frecuencia de los maltratos de aquel lugar. Jamás, nadie, vestido de blanco, la visitó. En sus momentos de tenue lucidez, se arrastraba hasta el hueco donde se vierten las heces y la orina; y recogía de allí, con un vasito plástico, un poco de agua para beber.
Porque de aquel maloliente hueco sobresalía, a escasos centímetros de altura, un delgado tubo de bronce, por donde brotaba, par de veces al día, un hilo de orina de larvas potable. Quizás, algún ser gigantesco mirara por un gigantesco microscopio, y viera las células que arman el tejido de mi Patria: la Dignidad tirada al suelo, bebiendo de entre los excrementos.
Cierto día, la hizo volver en sí un alboroto extraño. Abrió los ojos, y vio a cuatro guardias y un enorme perro husmeándo con avidez. Buscaban droga. El animal se le pegó a su pecho, pero no tenía fuerzas para asustarse. Cuando se fueron, dejaron una sucia camiseta y una tímida toalla (su única ropa) y un pozuelo con dos cucharadas de azúcar (su único alimento), desparramados por el suelo. Aquella, fue la única visita que recibió.
Dejé a los niños de Mari. Llegué a la casa. Mi madre no estaba, quizás andaba en algún mandado. Por desgracia, Mari me llamó por teléfono.
– ¿Y los niños, cómo están? -me preguntó.
– Están bien.
– Ponlos al teléfono.
– No están -le mentí-. Aquí todo el mundo se fue para el terreno a jugar fútbol.
– Cuídalos, Luisi -me suplicó- No los dejes sólos.
– ¡Claro, Mari! -le dije, en tono de reproche.
De pronto, la llamada se interrumpió. Esperé unos segundos. Levanté el dedo del interruptor del teléfono y comprobé, por el característico y monótono sonido, que ella ya no estaba en línea. Me sentí, protector y miserable. Cuando regresó mi mamá, me halló dormido, sentado en el suelo y con el auricular del teléfono bien sujeto a mi pecho. No tuve siquiera el alivio, de que ya las lágrimas se hubieran secado en mi rostro para no angustiarla; las lágrimas dejan siempre unas huellas invisibles para el mundo, pero las madres siempre las ven.
(A los tres días de Angélica sufrir un esquemia cerebral que paralizó la mitad de su rostro, en una visita, abrazada a mí, les escribió lo que aparece en la foto. No es mi interés, hermanos míos, inflar a mi esposa delante de sus ojos; yo quiero, que permanezca su mensaje siempre, para mí, para todos).