Por Esteban Fernández-Roig ()
Miami.- Dábamos por sentada y era nuestro mayor orgullo la creencia generalizada en Dios.
Todos los años presenciábamos, y hasta muchos participábamos en la escenificación de la Crucifixión de Nuestro Señor Jesucristo en mi pueblo.
Habían Iglesias de todas las denominaciones las cuales jamás les cerraban las puertas a nadie sin importar el credo ni la posición económica y social de cada cual.
Yo asistía dominicalmente a la Presbiteriana que quedaba a media cuadra de mi casa y muchísimas veces iba a la Católica que quedaba en el Parque Central.
Teníamos el Kate Plumer Bryan Memorial colegio Presbiteriano y el Salesiano colegio Católico.Yo era alumno del Colegio Americano y asistía a las clases con mi cadenita con la efigie de la Caridad del Cobre, mientras iba a practicar a la pelota en el patio del Colegio de los Curas, teniendo en la tercera base jugando al Padre Homero.
Disfrutaba del bembé de las fiestas afrocubanas para los Orishas en la mitología yoruba en Leguina y Santa Bárbara.
Participaba con fe absoluta en las procesiones y los desfiles del Día San Julián, Patrono de Güines, los gloriosos 28 de Enero.Por lo tanto, aquel niño feliz, tranquilo, religioso, inocente, se quedó sorprendido y horrorizado cuando comenzaron los ataques cargados de violencia callejera y chusma contra todas las religiones.
Espantados escuchamos los despiadados ataques a líderes religiosos como Boza Masvidal y Martin Anorga, y con intenso dolor vimos ultrajadas las iglesias.
Aterrante fue observar cómo echaban del país -como si fueran un hato de ganado- en el Barco Covadonga a distinguidos y respetados sacerdotes…
Con mis propios ojos vi montar a empujones y empellones, llenándolas de escupitajos e improperios y gritándoles “prostitutas” a venerables monjitas de la Caridad. Vi las lágrimas en los ojos de Sor Gerarda.
Y esto, entre un millón de crímenes y abusos, es por lo que yo ni olvido ni perdono.
