LOS LUNES EN LA HABANA, LOS OLORES Y LAS GANAS DE ESCRIBIR

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Por Jorge Sotero

La Habana.- No tengo deseos de escribir. Me agarró la abulia de los días de lluvia, de la gente con rostros tristes, de las calles sin niños, sin el jolgorio típico de las barriadas habaneras, donde los pequeños salen en tropel cada mañana a hacer de las suyas en el barrio, en las aceras, en la esquina del mercado donde solo venden guayabas y limones carísimos.

Camino por Colón y está medio vacía, llena de baches, con autos que van de una acera a otra evitando los baches, que ya son huecos enormes, muchos de los cuales dejan ver el rajón, esa piedra que hace muchas décadas echaban en las calles antes de soltar el concreto, para que todo estuviera bien, y hubiera firmeza.

Camino hacia arriba, hacia San Lázaro, aunque en realidad no llevo rumbo fijo y lo mismo puedo seguir hasta el Malecón que volver e irme al Prado y sentarme allí, a la sombra, a esperar algún amigo para hablar de cualquier cosa. O a un anciano para hablar de política. En estos tiempos, los ancianos son los mejores para hablar de política, porque pueden hacer una retrospectiva única y no tienen miedo a nada. Hay edades en las que las personas hablan de todo, porque saben que el régimen no los puede mandar a la cárcel.
El sábado me encontré con un excapitán de Policía que andaba con un perro y un nieto y sin preguntarle me contó sus historias, su desencanto y de lo dura que es la vida cuando ya no tienes ilusiones a las que asirte.

Barrio colon,centro habanaEl nieto no es su nieto. Es el hijo de una hijastra a la que ayudó a criar cuando se casó con su difunta esposa. Trajo la mujer de oriente, de San Luis, a su casa. Venía con una niña pequeña, y la crió como si fuera suya, le dio todo el cariño del mundo, pero desde que murió su mamá, ella y el esposo actual, que también es policía -también venido de Oriente, de Guisa- queiren sacarlo de la casa y mandarlo a un asilo.

«No han encontrado asilo, pero lo encontrarán y me sacarán de mi casa», me dijo mientras se quitaba la gorra y se secaba con la mano el sudor de la calva. Aprovechó para gritarle al niño que no se alejara mucho con el perro, al que sujetaba con un collar improvisado, hecho con una soga rústica y un lazo al cuello, torcido con jabas de nylon, de esas de las tiendas.

Me dice que el niño y su hermanita no quieren que lo manden a un asilo y siempre les recuerdan a sus padres que «la casa es del abuelo», pero allí no es familia de nadie, y a veces entiende -me dice- que cuidarlo implica gastos, porque su jubilación es de mil 587 pesos y eso no da ni para las pastillas de la presión, si tiene que comprarlas de contrabando, porque a las farmacias no entran.

Me dijo que él iba todo los días al Prado. Que hace 30 años, desde que se jubiló en 1994 -cuando lo jubilaron a la fuerza-, cada mañana camina por allí, se sienta en un banco y habla con alguien. Yo nunca lo había visto, pero sí escuché hablar alguna vez de «Víctor el policía». Tenía fama de malo y justo en el barrio. No se andaba con paños tibios con guapos ni ladrones. Y lo mismo se quitaba la camisa para tirarse unos golpes con uno, que se llevaba preso a otro.

Ahora no parece el hombre que fue. Tiene 90 años casi y parece que está de más en esta vida. Solo los niños de su hijastra y el perro me dan alguna alegría. Sin embargo, tuvo hijos, dos varones que se fueron hace muchos años a Europa. Cree que están por Italia, me dijo, pero él no lo sabe con certeza. Hace más de 15 años llegó una carta de uno de ellos a la casa y nunca más ha vuelto a saber de ellos.

Esa vez, después de la carta, un moreno le trajo unos euros y le dijo que se lo mandaba su hijo Víctor. Desde entonces todo fue silencio. No hubo más noticias.

En eso pensaba cuando llegué a San Lázaro. Iba tan absorto que una moto eléctrica que salió de la derecha casi me da un golpe. La muchacha que la manejaba me dio un grito, y salté como un resorte a la acera.

Ya sé, voy a volver a Prado de nuevo a ver si me encuentro con Víctor, pero antes le voy a comprar algo para él y para el niño. No me gusta ver a personas con hambre, y eso en La Habana es cada vez más común, aunque pienso que en los pueblos de campo debe ser peor. En esos lugares sí que está dura la situación, porque hay municipios donde no hacen ni pan.

Bajé por San Lázaro, hacia Prado y poco antes de llegar al hotel que está en la misma esquina de Malecón, me quedé enganchado con unos olores. El aire fresco de la mañana me tiró en la cara aromas a quesos derretidos, a carnes al horno, a manjares en preparación. Y me di cuenta de que no se puede estar en la calle. Me olvidé de Víctor y el Prado y me volví a casa a escribir unas líneas, a pesar de que es lunes y no tengo deseos.

 

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