SILVIO RODRÍGUEZ, SUSURRADOR DE REPUDIO

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Por Fermín Gabor ()

Madrid.- Silvio Rodríguez, eximio firmante de la Carta Sangrienta y susurrador de repudio, en «Diccionario de la Lengua Suelta»: Para que él triunfara como triunfó hubo que arrasar con la música popular cubana, bailable y no bailable. Una vez que el Ejército Juvenil del Trabajo tumbó la mayoría de los árboles frutales, en la tierra raspada por bulldozers nació este marabú.

Es linda la flor del marabú. Parece pluma de pájaro, pluma del ave marabú, que tanta fortuna tuvo entre los sombrereros, y que podría adornar el sombrero de la mujer con sombrero del óleo.

Otros músicos deben el impulso inicial de sus carreras a un productor, un agente o un director de orquesta, Silvio Rodríguez no. En su inicio hay una alta funcionaria, Haydée Santamaría.

Para que él alcanzara a triunfar hicieron creer a los cubanos que la música era una cosa muy distinta a la que hasta entonces escucharan, que no servía para enamorar ni para aclarar las cosas con la pareja, ni para sudar el alcohol de los jáiboles. Se imponía, por el contrario, sentarse en el suelo y escuchar todo lo que el trovador tuviera que decirnos.

El compañero trovador iba a meternos en una moña pensamental a la que habría que darle taller, eh. ¿Malas metáforas? Las malas metáforas tenían curso legal puesto que aquellas no eran letras, sino ecuaciones.

La era paría un corazón. El júbilo hervía con trapo y lentejuelas: una asquerosidad que no se le ocurrió ni a Nitza Villapol. Nube rimaba con querube. Y, bueno, podía encontrarse también alguna hermosa frase, porque es difícil desacertar permanentemente.

Oír a Silvio era acceder a una filosofía, advertían sus seguidores. Entre toda la filosofía, es de suponer que se trataba de una ética. ¿Pero qué ética podría enseñar quien compone la banda sonora de una dictadura? Como filosofía o pensamiento, frutos del marabú.

Cerraron salones de baile y clubes nocturnos, prohibieron el saxofón por ser un instrumento imperialista, silenciaron la música de los que se marcharon del país, evaluaron cada canción hasta decidir que no fuera pesimista, censuraron la mayoría de la música internacional que valía la pena y, encima de ese horizonte, Haydée Santamaría y otros burócratas desplegaron toda la morralla guerrillera de Latinoamérica, el chamamé, el desalambrar, el quejido altiplánico.

Silvio Rodríguez y los muchachos del Movimiento de la Nueva Trova fueron la contribución cubana a toda esa quejumbre. Cuán ofendidos se sintieron luego (también Juan Formell) cuando el mercado internacional prefirió por sobre ellos la música de viejos como Compay Segundo o Ibrahim Ferrer o Rubén González.

Agraviado se mostró Silvio Rodríguez cuando, en una columna periodística o en una entrevista, Gabriel García Márquez defendió una canción de la Orquesta Ritmo Oriental, que muy sabrosamente decía: «Ahora lo que tengo es mamey: una chica mamey».

¡Mira que venirle con chicas mamey a Silvio Rodríguez! Para que triunfara él habían barrido con todas las matas de mamey y metido al país en la hora de los mameyes.

En sus inicios, sin carrera a la vista, él se tatuó esta frase: «Sufro». Lo afirma Gabor y, para quienes creen en su leyenda de trovador, ha de constituir un detalle sublime.

Yo alcancé a verlo por última vez hará unos años (a verlo, no a oírlo), y no pude menos que fijarme en que llevaba el pelo teñido.

¡Tinte y cantautor, qué extrañísima pareja! No sé qué resultado trajo a su vida privada tal operación cosmética, pero me temo que a nivel de público no le deparó la renovación que él deseaba.

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