Por Anette Espinosa ()
La Habana.- Hace casi dos meses, Ramiro Valdés estaba más para el lado de allá que para el de acá. Los médicos que lo atendían aseguraron que lo tendría difícil para salvar la vida, pero el nonagenario dirigente comunista siguió empeñado en sobrevivir a todos los altos jerarcas que bajaron de la Sierra Maestra.
Para él es un «problema» personal con Raúl Castro ser el último sobreviviente. Él sabe, porque se lo ha dicho a algunos de su círculo muy íntimo, en esas charlas aburridas habituales, con su voz ininteligible, que Guillermo García no sobrevive a 2024, y que José Ramón Machado Ventura, incluso, se puede adelantar.
Ambos nonagenarios lucieron muy desmejorados en sus últimas apariciones públicas. Incluso, en la última marcha de las antorchas, el pasado 28 de enero, no hubo forma de que el comandante avestruz, como llaman los cubanos al dueño de la Finca Alcona, un sitio muy diferente a otros de su tipo en una isla cuyos campos se mueren entre el marabú y el abandono, tomara en sus manos una banderita que una joven intentaba darle.
Cuando estuvo enfermo, incluso con un paso por el quirófano, Valdés, que nunca ha creído en nada ni nadie, cuando no fuera en Fidel Castro y sus ideales comunistas, pidió varias veces por su vida. En sus noches de delirio, con fiebres altas, se le escuchó decir una y otra vez que quería ser el último.
Valdés se preparó toda la vida para sobrevivirlos a todos. Mientras el resto de los comandantes que acompañaron a Fidel Castro en su aventura contra Batista morían, eran asesinados, o se convertían en hombres de oficina, dependientes de una silla y un buró, el dueño de Jaimanitas no le dedicó mucho tiempo a esas cosas. Dirigió ministerios, empresas y estuvo en reuniones y congresos, pero se dio la buena vida, hizo ejercicios, se pasó horas y horas en las piscinas o en los gimnasios, aguardando el momento de ser el último superviviente.
Sus apariciones públicas, normalmente en tono descompuesto -hasta con el actual presidente del país, el impuesto Miguel Díaz-Canel- siempre fueron en tono autoritario, como si en Cuba todos lo tuvieran que escuchar y obedecer, como si él, el supuesto jovencito humilde de Artemisa, por el hecho de haber disparado en el Moncada, haber estado en el Granma, en la Sierra, o haber sido uno de los sicarios de La Cabaña, tuviera derechos perennes sobre el resto de los cubanos.
Eso sí, una vez se recuperó, quiso volver a su vida habitual, a esa de aconsejar, ordenar, sugerir, exigir. Y para no sonar discordante, le pidió a los cubanos que ahorrarán, como si él hubiera acabado de salir de un episodio de delirium tremens prolongado, y el efecto del alcohol lo hubiera hecho olvidar cuánto han ahorrado los cubanos.
Así, sin más, le pidió a los cubanos que ahorraran corriente. Tal vez lo hizo porque, tal como van las cosas, en cualquier momento puede producirse un apagón generalizado, y esa zona donde él vive, cercana a Punto Cero, también se puede ir. Teme porque, sin corriente, las especies exóticas de peces que cuida en las peceras de su casa, puedan morir, entre otros muchos de sus caprichos.
A ver, Ramiro Valdés puede ser un hijo de puta -que de hecho lo es- pero de bobo no tiene un pelo, y él sabe que la vida que se ha dado, no tiene nada que ver con la que vive el 99.9 por ciento de los cubanos. Los ancianos de su edad, si están vivos es de milagro. Y él sabe que ningún pueblo ha ahorrado más que el cubano en los últimos 65 años.
Pedir más ahorro puede ser mal visto hasta por el Superior, que tal vez, en uno de esos gestos de magnanimidad que tienen los dioses, le haya concedido el de ser el último de los dinosaurios en morir, pero eso de que los cubanos ahorren es una locura más del nonagenario comandante, que sigue aguardando porque se mueran todos los que lo han acompañado desde 1959 para poder decir un día, aunque ya nadie lo entienda, que es el hombre más poderoso de Cuba. ¡Caprichos de anciano senil!
