Por Rafael Muñoz ()
Berlín.- Era el principio de los setenta del siglo pasado. En el barrio aún se veía algunos carteles borrosos que anunciaban «Marianao, ciudad que progresa».
Los fines de semana mi papá nos tomaba de la mano y nos llevaba a ver alguna película al Gran Cine. Costaba un peso. Era la época de las películas francesas, allí vi toda la serie de Fantomas y las comedias del ‘Rubio alto de zapato negro’.
Luego cruzabamos a el «Bar Comercio». Yo era tan pequeño que siempre le llamé «Barco Mercio».
La Avenida 51 estaba adornada aún con anuncios lumínicos. Yo me deleitaba con uno en especial que tenía movimiento, el del restaurante Mar Init, donde se veía un hombre rechoncho pescando y sacaba peces del agua.
Pero lo mejor siempre fue el sándwich, que no llamábamos cubano por razones obvias. Por un peso y 20 centavos te ponían casi media libra de pan blanco, que cortaban en diagonal, envuelto en papel de cera, repleto de jamón, carne de puerco asado con mojo, queso suizo que llamábamos sencillamente amarillo, pepinillos encurtidos (no he probado otros así), mostaza. Calentado en una plancha y el queso derritiendose por los lados.
Luego un batido de mango o de mamey. O una Malta con leche y a casita. Por menos de cinco pesos hacía la tarde.
Eran otros tiempos, o mejor dicho, el fin de los buenos tiempos.
