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Por Arnoldo Fernández
Contramaestre.- La primera vez que fui al pueblo, corrí a la librería, pero aún no era la hora de abrir. Así que me puse a recorrer el casco histórico, a ver con ojos de asombro el pueblo que desde ese día se convirtió en mi compañero más querido. En mi reloj slava, quince para las nueve, así que volví. Desde las vidrieras aquellos seres me miraban y yo a ellos, surgió una especie de complicidad, por eso cuando abrieron, sabía cuáles me llevaría. Abracé Fábulas de Esopo, El Corsario Negro, La Isla del Tesoro, El Conde de Monte Cristo, El Llamado de la Selva, Los Tres Mosqueteros y La Hija del Capitán. Una de las libreras se acercó y me preguntó la edad:
─ Ocho años, le respondí. Entonces dijo:
─ Niño, devuelve esos libros.
─ Me los llevo, fueron mis brevísimas palabras.
─ Niño, esa literatura no es para tu edad.
─ Me los llevo, tengo dinero.
Me preguntó, ¿qué cantidad?, al comprobar que no mentía, me mandó a la caja, pagué y salí corriendo, porque sentía que había hecho algo muy malo.
Ya en la calle, fui a un banco del parque y me puse a ojearlos, a preparar el festín que pensaba darme en casa.
En mi bolsillo, cinco pesos, uno para regresar en una máquina, el resto para merendar, así que aproveché y me fui a un comercio llamado Sírvase usted, donde el bocadito de mantequilla era lo más barato que había, 10 centavos, así que compré seis y los acompañé con dos refrescos de coca cola de 10 centavos cada uno. Me quedaron tres pesos con veinte quilos como decíamos en aquel tiempo, así que decidí volver, comprar Cuentos Populares Rusos, pero no tenía el completo, la administradora se acercó y me dijo:
─ ¿Tú eres el hijo de fulano?
Y yo le dije, ¡sí!; me abrazó como si me conociera de la vida entera, entonces me dijo:
─ Llévatelo, yo pago lo que falta.
Salí corriendo no fuera a ser que se arrepintiera.

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