FELICIDAD A ESCALA

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Por Ernesto Ramón Domenech Espinosa

Toronto.- Una escena se va haciendo recurrente entre nosotros los cubanos: alguien llegando a un aeropuerto y es recibido por una comisión de familiares y amigos que gritan “Felicidades” al tiempo que lo colman de abrazos, regalos y besos. No pocos agradecen a Dios y/o a sus Santos el haber hecho realidad un sueño, o la posibilidad con soñar de nuevo. Detrás de la emotiva escena quedan familias rotas, amigos que no volveremos a ver, un sillón vacío que ya no espera a nadie, una tumba que no tendrá flores. Emigrar, escapar, huir: es el signo trágico de nuestra Felicidad.
Salí de Cuba no por simple elección personal; un Régimen violento y corrupto nos empuja al destierro, nos obliga a salir. Las opciones eran la persecución y las carencias materiales o el exilio, entonces me fui. Me fui como el hombre que escapa en medio del fuego que destruye su casa, como el tipo que salta del barco que se hunde. Me despedí de todo y de todos pensando en los versos de Martí: “…sin Patria, pero sin Amo…”
En 1989 había regresado de Hungría, mi forma de pensar, mis convicciones habían dado un vuelco. Desde entonces creía que Cuba no estaba bien, que nos merecíamos algo más que trincheras, discursos, promesas, una libreta de racionamiento y dos canales de TV. Entendí que el Castrismo había sido un accidente, una maldición y que las cosas tendrían que cambiar. El Cambio no llegaría de la Nada, había que provocarlo, habría que aprovechar aquellos vientos que llegaban desde Berlín, Praga y Budapest con las notas de “Wind of Change”.
Desde niño intuía que mi Felicidad estaba hecha a la escala del Pueblo y sus puntos cardinales: su parque, su cine, su teatro, su prado, su monumento de Maltiempo, su estadio, su parquecito infantil, su estación de ferrocarriles, sus escuelas, sus bares, sus tiendas, sus modestos hoteles, su biblioteca, su pizzería, sus iglesias, el misterio de sus logias, sus centrales azucareros, sus molinos de viento, su Fundición, la fábrica Procuba, su círculo juvenil, su “Dancing Light”, sus fiestas de Diciembre, su gente.
No es chovinismo provinciano ni tonteras de trasnochado. Tengo claro que Cruces es un pueblo como otro cualquiera, ni mejor ni peor, con sus virtudes y muchos defectos, con gente buena y con su grupo de chivatos, oportunistas, mediocres, corruptos y estúpidos que son los culpables del desastre. Pero Cruces fue el lugar donde Dios me puso y a ese pedazo de tierra le agradezco mis mejores amigos, mis maestros, mi primer amor y mi primera película, mis lecturas juveniles, mis compañeros de equipos de futbol, la oportunidad de enseñar a otros.
Mi felicidad depende de muy poco, si acaso una condición: Ser Libre, decidir por uno mismo qué hacer o no, con quién relacionarte o no, decir lo que se piensa y hacer lo que se dice sin coacción, sin joder a otros. Desandar las hermosísimas callejuelas, colinas y playas de Palamós y Calella de Palafrugell en Cataluña y Porec en Croacia; constatar la satisfacción de mis amigos por sus logros profesionales y familiares, y sentir la risa sana y la tremenda alegría que el brillo de los ojos de Pipo, Lucas, Darío, Isabelita y Piero transmitían constantemente me convencieron de aquella primera intuición: no hace falta vivir en New York, Londres, Barcelona o París para ser feliz.
La Juventud nos salva con sus colores de Inmortalidad, Soberbia y Vigor. Hice planes, encontré una causa para encarrilar la rebeldía y entre recogidas de firmas, futbol, bibliotecas y libros (algunos prohibidos), rock and roll, carteles en paredes, noches inciertas, amores efímeros, reuniones clandestinas, algún poema, alcoholes baratos y traiciones pasaron demasiado rápido veinte años. Nada cambió, me fui.
Mi sueño era envejecer y morir en mi pueblo Cruces, como Miguel Morales y Carmina, trabajar en un Ingenio Azucarero y dar clases de Matemáticas, Inglés o Física a muchachos de Potrerillo, Camarones y Maltiempo. Mi plan era una casa con portal y patio en la calle Heredia o el Paseo del Prado para que jugaran mis hijos, ayudar a mi mujer con los jardines. Me animaban esos ratos con los amigos para jugar dominó o ver un partido de “La Champions”. Mi ambición era ayudar en la restauración del Cine Antillano, el Teatro Aparicio y el Estadio “Martín Dihígo”.
Me veía caminando al cementerio en los aniversarios o visitando un museo dedicado a José Ángel Buesa. Me ilusionaba con la idea de subir al tren-Karata con mis nietos para ir a Lajas o Cumanayagua. Aspiraba a ver en textos escolares referencias a Cabrera Infante, Reinaldo Arenas, Lydia Cabrera, Lezama y Gastón Baquero. Fantaseaba con un concierto de Iron Maiden en La Habana, Cienfuegos o Santa Clara. Imaginé las Navidades y el Fin de año en un pueblo iluminado por la alegría y el abrazo sincero.
Mi sueño no era irme de Cuba, decir adiós a mi pueblo natal. Mi sueño era ver una Cuba próspera, democrática, Libre. ¡Y lo sigo soñando!

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