MIS MAESTROS… Y EL GÜICO

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Por Héctor Miranda (Tomado de Facebook)
Moscú.- Puedo hacer una lista con los nombres de todos mis maestros y profesores. Puede que olvide alguna asignatura, pero nunca al que me dio las clases. Y puedo hacerlo desde Blanquita Montero, mi maestra de primer grado, hasta Olga, la profesora del Instituto Pushkin, que quiso enseñarme ruso unos meses después de llegar a Moscú.
Recuerdo el nombre de todos mis colegas de primer grado en Quemado de Güines, de los que se dejaron alcanzar en segundo o tercero, porque repetían. De los que se iban a otras escuelas, de los que jugábamos fútbol o pelota juntos. Pero recuerdo más a Maritza Febles, Nidia García, Gilberto Bormey (Kiko), Miriam Maceira o Hilda Parra. Esos fueron mis primeros maestros. Tal vez no fueron los que más cosas me enseñaron, pero sí los que pusieron las primeras piedras del hombre que se iba formando poco a poco, con la ayuda de ellos y mis padres.
Siempre fui un buen alumno. Me portaba bien y respetaba a los maestros, pero también hacía de las mías, lo cual me costó alguna reprimenda de ocasión, algún reglazo o un halón de orejas. La primera que me castigó fue Nidia García, en tercer grado, por algo que le hice a Félix Fuentes, El Ruso, que estaba allí de repitente y se prestaba para bromas de niños y fingía tener mal carácter, pero era un buen tipo. Al menos eso creí siempre.
Cuando aquellos tiempos, al mediodía ponían media hora de muñequitos por la televisión. Cinco minutos antes le pedía permiso a Kiko para ir al baño, y por una de las ventanas del comedor, donde estaba el televisor aquel de paticas frágiles, vi los primeros animados de mi vida. Hasta que el maestro me cogió un día, por un chivatazo de algún jodedor.
-Miranda -me dijo tras pararse detrás de mí sigiloso-, regresa al aula y no me pidas más permiso para nada.
Y luego se lo contó al resto de los estudiantes, que se rieron, con una mezcla de burla y compasión.
Kiko quiso una vez que Rolando Fleites y yo declamáramos una poesía, pero a mi no me salió nunca y desistió. Creo que le dejó aquello a Edito Trujillo, y con esas secuelas jamás me brindé para ninguna de esas cosas artísticas. Lo mío eran las asignaturas, no importaba si de ciencias o de letras, leer mucho sobre cualquier cosa, y hacer deportes. Esas energías que se acumulaban durante las interminables horas de clases, tenía que gastarlas después, y me las arreglaba siempre para hacerlo.
Hacer deportes es algo de lo que no me he podido apartar nunca. Y cuando no he podido hacerlo, como por ejemplo ahora, que el frío en Moscú es duro, veo fútbol y me tomo un vodka, que a veces sienta mejor que jugar una piña de baloncesto o un partido de ping pong.
La escuela y los maestros no siempre fueron los entrañables de la «8 de Abril». Luego llegaron los tiempos de la Delfin, allá en Motembo, con aquellas tierras rojas, los frutales inmensos, las fugas a cualquier lugar, el trabajo en el campo con normas, los pases quitados, las broncas, las locuras de esa edad sin el control de los padres. De ahí a Lutgardita, más o menos en las mismas condiciones, solo que ya las niñas no lo eran tanto y comenzaron a centrar la atención.
De Lugardita también recuerdo a todos mis maestros, pero guardo especial cariño por Jesús Pinillos, a quien todos conocían por El Güico, quien murió no hace mucho, creo que por coronavirus. De sus manos leí las primeras revistas de fútbol. Tenía colecciones de El Gráfico, aquella revista que hizo época en Argentina, y donde se hablaba de Passarella, Mario Kempes, Bochini, El Loco Gatti y Maradona. Recuerdo una posterior a la Copa Mundial de 1978, ganada por la albiceleste en El Monumental. Cada vez que tenía alguna revista nueva, me la pasaba sigiloso. Las revistas extranjeras no eran muy bien vistas en aquellos tiempos, aunque constituían una lectura espectacular. Hasta los anuncios devoraba con placer.
El Güico, además de mi profesor de Educación Física, era mi amigo. Una noche, de un fin de semana sin pase, me invitó a irnos a Carahatas, donde él tenía una novia y donde yo andaba enamorado. A los carahateños los habían dejado irse de pase por algo, y allá nos fuimos él y yo.
Tal vez nos tomamos alguna cerveza, con los muchos amigos que teníamos entonces en aquel lugar, con cuyo equipo de pelota jugábamos cada semana, y luego, como a las dos de la madrugada emprendimos el camino de regreso a la escuela a pie. No es lejos Carahatas de la escuela de Lutgardita, pero en aquellos tiempos me parecía una distancia insalvable. Y cuando ya habíamos vencido más de la mitad del camino, antes de llegar a la entrada de El Conde, vimos un bulto delante.
-Güico, hay algo hay delante, en mitad del camino… -le dije sigiloso, casi en un susurro.
-Tal vez sea El Pelusa (como le decían a Eduardo Pérez, el director) y nos está esperando para partirnos los cojones.
-¿Y qué hacemos? -le dije, mientras me agachaba para intentar distinguir si era un hombre a caballo, dos personas o lo que fuera.
-Vámonos por acá y damos la vuelta por el batey de Lutgardita -me dijo.
Y partimos por dentro de unos cañaverales que casi nos llevan a San Luis. De ahí cogimos a la izquierda hasta la línea del ferrocarril y amaneciendo, después de dar mil vueltas y medio perdidos, salimos al crucero de El Piojillo, unos 100 metros más arriba de donde supuestamente estaba parado El Pelusa. El bulto ya se podía ver: era un bulldozer al que se le había roto una estera y llevaba un par de semanas en el mismo lugar. Para entonces, el efecto de lo que habíamos tomado ya había desaparecido.
El Güico vivía en Rancho Veloz y durante toda la semana se quedaba en la escuela. Su cama era la primera del albergue, y la única que no se tendía jamás. De hecho, era el sitio ideal para tertulias sobre cualquier deporte, música, mujeres… porque el Güico sabía de todo y con él no existía esa distancia habitual entre el profesor y los alumnos.
En las noches, en temporada de exámenes, cuando nos obligaban a estudiar hasta casi las 10 de la noche, él aprovechaba la tranquilidad del albergue para hacer planchas. Se ponía debajo de un bombillo enorme que había a mitad de aquella nave y hacía varias tandas de planchas para después bañarse.
Una de esas noches, con un rifle de pellets -de los que había algunos en la escuela, porque estaban de moda los campos de tiros de la llamada Sepmi- le disparé al bombillo que, en cientos de pedacitos le cayó encima. En vez de correr, me dio por reírme y El Güico me trabó.
-Te lo perdono porque eres tú -me dijo-. Si es otro lo mato. Ven y ayúdame a recoger los vidrios y no le digas a nadie que fuiste tú quien rompió el bombillo, que te van a obligar a buscar uno.
Sirvan estas anécdotas para recordar a todos mis maestros, en especial a Jesús Pinillos.

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