LA HISTORIA DETRÁS DE LA FOTO (XIII)

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Por Jorge Sotero
La Habana.- La capital cubana era una ciudad linda. Cuando llegué a ella desde mi Cumanayagua natal, caminaba cada atardecer desde Reina hasta Malecón. Unas veces iba por Belascoaín, otras por Lealtad, incluso por Galeano, pero mi calle favorita era Gervasio.
Mi abuelo se llamaba Gervasio -aunque todos le decían Evasio- y tal vez por eso aquella calle, que nacía en Maloja, atravesaba Reina y luego Zanja, y al final San Lázaro, hasta el litoral, era mi vía más asidua para sentarme a admirar el mar. Ya no tenía en el horizonte las estribaciones del Escambray, pero tenía el mar, más cerca, y hasta allá me iba cada tarde.
Iba con mucho cuidado al principio. Me detenía allí, en cada cruce de calles, a esperar por la luz verde de los semáforos, donde hubiera, o a que aflojara el tráfico, para cruzar la calle y seguir.
Una tarde tropecé con una muchacha en Gervasio y San Rafael. Ella iba con un dulce en la mano y yo se lo tumbé. Iba entretenido y, sin querer, le di con el codo al tatianoff, que cayó al suelo y se desperdigó por la calle. La chica se detuvo y al verme tan contrariado, con las orejas rojas de la pena, me dijo que no había pasado nada, que «son cosas que pasan».
-Tal vez lo llevas para tu hermanito, o tu abuela, que se yo… vamos a buscar otro -le dije.
-No. Me lo regalaron los amigos del aula por mi cumpleaños.
-Felicidades, si cumples año hoy. Y con más razón, quiero reponerte el dulce, comprarte otro… lo que sea -insistí.
-No, no puede ser. Sigue a lo tuyo, yo iba a mi casa. Es solo un dulce, y barato.
-Bueno, si me dices dónde vives, puedo llevarte otro dulce luego. O mañana, o cualquier día… a fin de cuentas, solo iba al malecón a tomar un poco de aire…
-A ver, hagamos algo: me invitas al malecón, hablamos de cualquier cosa, y doy por pagado lo del tatianoff.
Durante tres semanas pasé siempre a la misma hora por aquella esquina. Y solo cuando comenzaba la cuarta volví a tropezarme a Lucía. Ella no tenía teléfono en casa ni yo tampoco. Aquel día, en el malecón, hablamos de muchas cosas mientras escuchábamos, desde la grabadora de un carro, el disco Oxígeno, de Willy Chirino, casi acabado de salir al aire.
El dueño del auto, un Ford 55 verde, tenía las puertas abiertas y puso el disco varias veces. Como a la tercera vez, por pena, le dije a Lucía que si quería nos podíamos ir. Volvimos por Gervasio hacia arriba, hasta San Rafael. Allí nos despedimos. Nos dimos la mano, en señal de despedida. Ella tomo a la izquierda y yo seguí recto hacia donde vivía, alquilado en casa de un tío medio loco, que criaba perros para pelear en un patio de cuatro metros de ancho por seis de largo.
No los voy a cansar con mi historia y la de Lucía, que entonces estudiaba en la Universidad. Solo les digo que es la madre de mis dos hijas y que desde 1996 vivimos juntos donde antes vivía ella con su abuelita. Lucía es el amor de mi vida.
Nunca, ninguno de los dos olvidó aquel encuentro casual en Gervasio y San Rafael. Siempre le contamos a nuestras hijas de cómo y cuándo nos conocimos. Incluso, cuando hemos pasado por momentos malos, que toda pareja los tiene, nos veíamos siempre a las cinco de la tarde en la misma esquina. Unas veces iba yo a ver si ella aparecía y otras lo hacía ella: era como nuestro punto de comunión para zanjar todos los problemas.
Y ahora acabo de ver en las redes una foto de mi esquina preferida y me he quedado sin habla. Ya sé que está mala y fea, que no es lo que fue antes. Lo sé, pero pasa como con los hijos: puedes saber que son malcriados, que les gusta ir despeinados, que responden mal, pero no me lo restregues tú en la cara, porque no me va a gustar.
Me quedé absorto: se cae a pedazos, llena de basura, con aguas negras pegadas a la acera, con las paredes sucias como una anciana desaliñada, con malos olores, como si no hubiera un perfume que ponerle, y con muchas personas con rostros tristes.
Gervasio y San Rafael, la esquina donde encontré el gran amor de mi vida, ya no es más, como tampoco lo es La Habana: una ciudad que se muere un poquito cada día, entre el sufrimiento de su gente y la desidia de los encargados de velar por ella.
Después de ver la foto, estoy convencido de que no iré más por allí, porque me dolerá ver aquel pedacito de mi mundo medio destruido, sucio, cargado de harapos de todo tipo, incluso de harapos humanos.

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