MURIÓ WALÓN, EL HOMBRE DE LAS MIL ANÉCDOTAS

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Por Pablo Alfonso (Especial para El Vigía de Cuba)
México DF.- Walón fue uno de los primeros periodistas que conocí en la otrora provincia de La Habana. Mi estreno en coberturas para la televisión fue justo en una actividad en la sala polivalente de San José de Las Lajas, presidida por Ricardo Alarcón de Quesada, en aquel entonces presidente del Parlamento cubano. Allí estaba Walón con su tabaco en mano y el chiste a flor de labios. Así iba por la vida.
Ese día, como buen principiante, no me reí de sus cosas, porque estaba muy nervioso. Solo escuché sus acertados consejos, que falta me hacían. Luego vinieron actos y más actos, recorridos de dirigentes, cumplimientos de planes, inicios de siembra y de cosechas, y miles de coberturas en las cuales siempre coincidíamos: él, como reportero de la Agencia de Información Nacional, y yo como corresponsal de la Televisión.
Infinitas serían las anécdotas para contar sobre Alberto Gutiérrez Walón, el hombre que perdió el apellido del viejo y carismático Eduardo, para asumir el de su mamá, la Walona, como decía su papá.
Recuerdo una llamada que le hizo a su mamá: «Vieja soy yo, tu hijo…», y del del otro lado del teléfono se escuchaba a la madre decir: «¿Qué hijo?». Y él de nuevo: «El único que tienes, a no ser que le hayas pegado los tarro a tu marido y tengas otro por ahí, escondido». Había que escuchar las respuestas de la madre.
Al morir la Walona, la llevaron para San José a prepararla. Walón estaba afuera de la funeraria cuando me vio llegar en bicicleta. Nunca olvidó mi gesto. De vez en vez me lo recordaba. Es lo menos que se puede hacer por un amigo.
Los funerales de su mamá fueron en Güines. En la noche, salimos de la capilla para despedir a Humbertico y Orlando, nuestros camarógrafos, y Walón, en medio de su dolor, de su inmenso dolor, no dejó de hacer reír, y le dijo a Alberto, el chófer: «Cuida a la vieja un momento, no vaya a ser que se la roben». Ese era Walón.
Elia María, su esposa, la misma que hoy llora su partida, fue su incondicional y, como toda mujer preocupada, siempre quería saber dónde estaba su marido. Ella trabajaba en la pizarra telefónica del central azucarero Héctor Molina y por eso le resultaba fácil localizarlo, dondequiera que estuviera.
Walón nos contaba que fue a un encuentro de corresponsales a Guantánamo, los alojaron en una casa de visita, a la cuál le pusieron teléfono justo el día antes de comenzar el convite. Y llegando al lugar donde se iban a quedar, la muchacha de la recepción preguntó por él.
-Soy yo -respondió Walón asombrado.
-Te ha llamado una tal Elia María como cinco veces -le dijo la muchacha, y Walón se preguntaba cómo su mujer logró el número del recién estrenado teléfono.
Otro día le dieron un celular para las coberturas de un huracán que amenazaba con atravesar La Habana. No hicimos más que salir en el auto y suena el celular.
-No, no puedo creer que sea Elia María…
Y era ella. Decía Walón que si Antonio Meucci no hubiera inventado el teléfono, Elia María lo habría inventado.
Con el tiempo, a Walón le dieron la tarea de dirigir la corresponsalía de televisión de La Habana. Me preocupaba que mi amigo fuera mi jefe, temía que se rompiera la excelente amistad. Pero nada más lejos de la realidad: fue el mejor jefe que he tenido en mi vida. Un tipo como Walón ponía siempre la amistad por encima de cualquier cosa.
Otra vez, en una reunión en el desaparecido telecentro CHTV, donde estaba insertada la corresponsalía, un burócrata de los que tanto abundaban ahí, se refirió al lugar como «la mal llamada corresponsalía». Walón se levantó del asiento y puso al dirigente en su sitio. En otra ocasión, lo vi ubicar al director del telecentro, un tipo que le sacaba muchos centímetros. Pero Walón, criado en el barrio de Leguina, en Guines, no creía en tamaño. Si no intervengo, revuelca al grandulón aquel en medio de 23 y P.
En una cobertura con el ministro de la Agricultura, nos percatamos al llegar de que había un equipo de la Televisión Nacional. Walón montó en cólera y le dijo al delegado del sector que ese equipo no tenía porqué estar allí. El delegado le respondió que había sido Alfredo Jordán, el entonces ministro, quien los convocó, y la respuesta de Walón fue peor:
– Pues le dices al ministro que se ponga para los problemas de la agricultura que son bastantes, que resuelva la comida, que es lo que hace falta, y que no venga a dirigir la televisión. La televisión en La Habana la dirijo yo. Por poco termina aquello como la fiesta del Guatao. Por suerte, la sangre no llegó al río y todos le dieron la razón.
En cierta ocasión íbamos por San Lázaro, esquina a Infanta, en La Habana, y Walón hizo parar a Fidelito, el chófer, frente a un señor mayor que iba acompañado de una enfermera muy agraciada. Walón le preguntó si esa era su enfermera, el hombre dijo que sí y él le ripostó: «tenga cuidado con ella que por poco mata a mi papá, cuidado con ese cuerpo, tú no puedes con eso». Hubo una explosión de risa, incluido el señor mayor y su compañera.
Otro día salíamos del ICRT, y al lado de nuestro auto se para a esperar la luz del semáforo nada más y nada menos que Alfredito Rodríguez. Walón desde su ventanilla de copiloto comienza hablar con el autor de Empapado de sudor. Yo empecé a preocuparme al escuchar tantos elogios hacia el intérprete, devenido conductor de tv, pero sabía que al final soltaría una de las suyas. Alfredo muy sonriente con todo lo que le decía Walón, que si era mejor que Carlos Otero, que retomara el programa del mediodía, que Carlos era un pesado. Alfredito le dijo que sí, que pronto sacaría otro programa. En eso ponen la luz verde y Walón le grita… «¡pero no cantes, no cantes coño!» La cara de Alfredito ya no era la misma.
Después de su paso por la dirección de la Radio en la provincia, comenzó a trabajar como corresponsal jefe de la Agencia de Información Nacional en Mayabeque. Un sábado lo convocaron para mostrarle su auto a una visita del comité central encargada de inspeccionar los vehículos. Al llegar, vio al administrador del comité provincial conversando con otra persona. Walón, tabaco en mano, los saludó a los dos y le dijo al administrador: «¿cuándo vienen los mamalones esos del comité central?». El administrador sudaba frío y el otro tipo le dijo: «yo soy uno de esos mamalones y tú, ¿quién eres?». Pasó la pena del siglo, pero su carisma era tan grande, que el funcionario aquel terminó empujando el auto de Walón.
En la crónica de José Antonio Fulgueiras a Juan Candelario Bacallao, fallecido durante la guerra en Angola, decía en alguno de sus párrafos que había tenido que soportar los embates de Walón. No era fácil superar el ‘cuero’ de este excelente ser humano que, al decir de Héctor Miranda, ‘iba por la vida como si no fuera a morir nunca’.
Se fue, como dijo mi amiga Vilma, el mejor tipo del mundo. Quiero recordarlo así, alegre como siempre, mostrándome el reloj que le llegó desde Chile. Pero no le llegó mi abrazo.
Me debes una, cojones, debiste esperarme, y eso sí que no me da ninguna gracia.

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