TERROR BAJO TECHO

Por Anette Espinosa

La Habana.- La noche del derrumbe yo estuve allí. No me dejaron pasar y no porque supieran que trabajo para un medio de prensa independiente, sino porque no permitían a nadie acercarse, tal vez como debe ser. Entonces me quedé en la esquina y con esta conversación, con alguien que me tomó como confesora.

“Yo sé lo que es eso. Conozco esa incertidumbre de vivir con miedo, de saber que te acuestas, pero no sabes si vas a despertar o no. O si amaneces con los vecinos de arriba en tu sala o en tu cuarto, porque todo se puede caer.

“Cuando llueve, las paredes de mi edificio transpiran, cual si tuvieran tuberías rotas dentro y el agua se escapara, poco a poco. Por eso hace como 10 años que ni pinto, porque es por gusto, porque a los 10 días la pintura se reventó y todo luce peor.

“Tengo miedo por mis niños y por mi madre. Soy feliz cuando los niños salen para la escuela, pero me voy a trabajar muchas veces con el corazón apretado, porque al salir le digo a mi madre que si siente algo se pegue a las paredes, y entonces ella me dice que no me preocupe, que me vaya tranquila, que ha vivido demasiado ya, y que de algo debe morir.

“Eso me da un dolor inmenso, porque sé que ella no quiere morir, como no quiere morir nadie, pero intenta quitarme preocupaciones. Aunque esas no me las quita nadie y lo peor es que no tengo opciones. Lo que gano como maestra no da para vivir. Y lo que manda mi hermano de Miami se va todo en comida. El dice que puede mandar algo para que alquilemos una casa, pero acá nadie alquila para situaciones así.

“Yo quisiera que Cuba fuera un país normal y que con el salario uno pudiera alquilar una casa y vivir, pero es imposible. Lo que gano no da para vivir ni tres días, ni para dos cartones de huevos, y lo peor es que luego tengo que llegar al aula y decirles a mis alumnos que en el mundo hay una pobreza endémica y que Cuba es el mejor país del mundo.

“En el mejor país del mundo vive ese que está allí -apunta con el dedo al secretario del partido en La Habana, quien dialoga con algún jefe de bomberos-. Ese no tiene problemas. Todos los tiene resuelto. Anda brilloso, limpio, saludable, tiene una casa confortable, gasolina, secretarios, choferes, criados, si te descuidas. Y entonces viene, pone la cara y luego se va. Con tres horas que duerma tiene, porque sus problemas los tiene resueltos.

“Nosotros, ‘los de abajo’ somos los que nos comemos un cable. Hace unos días leí que el 95 por ciento de la población cubana vive en la pobreza. Nunca vi números más reales. En esta zona de por acá no hay nadie que no sea pobre, no hay nadie que no viva con incertidumbre, no hay nadie al que no se le haya ido el padre, el hijo o el hermano.

“Yo no creo en el bloqueo -lo dice más bajo-. Existen sanciones, pero este gobierno de reuniones no resuelve nada, ni evadir esas sanciones, que tampoco entiendo mucho, porque los mismos que te sancionan te venden pollo, y te quieren vender huevos y carnes. ¿O no será que tú no tienes cómo comprar?

“Además, estos -lo dice de manera despectiva- se creen que con un poquito de chícharo y tres libras de arroz se puede vivir. Yo no quiero que me regalen nada, como dice Buena fe, yo quiero que me lo dejen ganar todo, hasta las carreras de mis hijos. Yo quiero vivir en un país normal, y no en uno harapiento, que se cae a pedazos.

“Niña -me dice mientras me agarra por los hombros- tú eres joven, vete de aquí. Huye de este país, este país está enfermo y tiene la peor enfermedad del mundo, que es el comunismo. Te lo digo yo, que soy graduada de Historia y Marxismo, que estudié eso para complacer a mi padre, que daba clases de lo mismo.

“Vete, hija, yo no sé dónde vives, pero aprovecha y lárgate. Este es el momento, porque cualquier día la casa te va a caer arriba o vas a vivir como yo, que siempre ando aterrada por lo que pueda suceder con mis paredes y mi techo, con mi madre, con mis hijos y con mi vida”.

Y luego se volvió y salió apresurada por la misma calle por donde había llegado unos minutos antes. Al lado, una oficial del Minint, que intentaba impedir que la gente pasara y que escuchó toda la conversación, asintió con la cabeza, siempre sin mirar, porque estaba de espalda, o porque no quería que se interpretara que daba su consentimiento, y se adelantó unos pasos.

Una ambulancia -otra- llegó entonces con un alarde de ruidos y luces tremendo, y alguien a mis espaldas se lo reprochó: “Guarda ese ruido para después, porque seguirán los derrumbes. Hay dinero para hoteles, pero no para viviendas”.

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