LA PREGUNTA EN LLAMAS

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Por Ileana Medina ()
Tenerife, España.- En el momento en que los agentes ponen las esposas a Rosa y la hacen subir al coche policial delante de su hija pequeña, suena la canción El Amor, poema de Rafael Pérez Botija, interpretación magistral grabada por la cantante española Massiel en 1981.
La serie «El cuerpo en llamas» de Netflix es en estos días la serie más vista de la plataforma en España. Una excelente producción donde el guión -los saltos temporales que van contando la investigación a la vez que la historia vital de los protagonistas- , los actores -quizá la mejor interpretación de Úrsula Corberó en toda su carrera- y la banda sonora -la elección de música extradiegética con implicaciones diegéticas, cancionazas del pop español con toques kitsch melodramáticos- todo el conjunto, tiene una calidad más que digna que atrapa al espectador hasta el minuto final.
Pero siendo muy buena la serie, el quid del éxito de este producto audiovisual lo tiene en mi opinión la envergadura de la historia real que hay detrás.
Lo que nos fascina, seduce y atrapa es una historia que en este caso, no ha sido fruto de la imaginación de unos guionistas ni de una estrella de la literatura thriller, sino que ocurrió realmente.
Los tres relatos que se llevaron al juicio real contra Rosa Peral y Albert López en Barcelona entre febrero y marzo de 2020, ya hubiera querido imaginarlos Stephen King o cualquier guionista de Hollywood.
El juego semiótico de tres relatos sobre los mismos hechos, el de ella culpándolo a él, el de él culpándola a ella, y el de la policía culpándolos a ambos defendidos por un inteligentísimo fiscal acusador, forman una trama narrativa de espejos, mosaico posmoderno de realidades, tan bien construida que parece imposible que sea real y no ficción. (Sobre los hechos reales, es muy recomendable la serie documental El Crimen de la Guardia Urbana, del periodista Carles Porta).
Los protagonistas reales son tan bellos físicamente como los actores o más, todos son policías que trabajan para hacer cumplir la ley, tienen buenas casas, buenos coches y motos, buenas vidas materiales de clase media, en una sociedad europea ordenada y avanzada.
Sin embargo, el triángulo amoroso, a veces polígono, cumple unos arquetipos con resonancia míticas, al estilo de las grandes tragedias griegas, shakesperianas o de las grandes novelas románticas decimonónicas. Lo digo sin ruborizarme: la historia de Rosa Peral tiene resonancias que van de Edipo a Cleopatra o a Carmen, igual que el personaje de Merimée ha dado y daría para hacer libros, películas, series, óperas y lo que se quiera. No es exagerado decir que Rosa es una Carmen del siglo XXI que al revés que aquella no es asesinada, sino asesina. Un bombazo.
El arquetipo de la puta, el de la manipuladora que hace lo que quiere con los hombres, el de la bruja asesina… y también el de la víctima (que por ejemplo construye su defensa), varios de los arquetipos que se han construido a lo largo de la historia sobre las mujeres confluyen aquí y darían para hacer varios ensayos o tesis.
El documental «Las cintas de Rosa Peral» que Netflix estrenó a la vez que la serie, ha sido polémico porque la entrevistan solo a ella (y no al otro implicado) y propone la hipótesis de que a Rosa se le juzgó por ser mujer, no solo criminal sino también moralmente. El debate feminista y el llamado «pensamiento woke» que lo permea hoy todo tiene también su cabida, cómo no, en este personaje que da tanto de sí.
La abogada defensora de Rosa en el documental dice algo que me llamó la atención y parafraseo más o menos: para creer a Rosa, quien ha mantenido su inocencia hasta hoy, hay que entender que ella tuvo miedo. Es el miedo de Rosa a que pudieran hacerle daño a ella o a sus hijas lo que hace que no denuncie en su momento al asesino y que se comporte como se comportó en los días siguientes a los hechos. Independientemente del debate sobre si la personalidad anterior de Rosa da para creerse ese miedo o si los indicios como la foto de la cena del día 4 de mayo puede indicar algo totalmente opuesto, me llama la atención que vuelve a salir la visión de la mujer como víctima, como alguien con miedo que se deja chantajear por el otro, como alguien incapaz de defenderse o de denunciar para ser defendida. Lo entiendo si es una estrategia en un juicio ante los tribunales para obtener una menor pena o una absolución, pero no deja de irritarme que cierto feminismo se empeñe en elegir el arquetipo de la víctima como algo -tanto teórica como moralmente- preferible para definir y explicar a las mujeres, por encima por ejemplo, del de la malvada o el de la puta.
Ha sido caliente este verano «criminal» en España. A principios de agosto, y desde entonces no deja de copar los noticias, saltó el caso de Daniel Sancho, hijo de un famoso actor, que asesinó y descuartizó al médico colombiano Edwin Arrieta en Tailandia. Otro caso con muchos ingredientes para atrapar a la audiencia, pues incluye a una saga de actores famosos, la homosexualidad o bisexualidad, el «gay for pay» o prostitución masculina, personajes también adinerados (recuerden que personajes ricos y guapos hacen más atractiva cualquier historia) y un entorno exótico y paradísiaco como Tailandia.
En septiembre, se cumplieron diez años del asesinato de la niña Asunta Basterra, otro crimen muy mediático por el que finalmente fueron declarados culpables sus propios padres adoptivos. Con motivo del décimo aniversario volvió a saltar a los medios, hay también un documental en Netflix sobre el caso.
Hace dos años, en la isla donde vivo se produjo otro filicidio que conmovió a todo el país, el de Tomás Gimeno que asesinó y arrojó al mar a sus hijas pequeñas Anna y Olivia. Sobre todos estos crímenes, muy mediáticos, hay abundante información en internet.
Tanto Rosa Peral, como Daniel Sancho, como Rosario Porto o Tomás Gimeno, tienen detrás familias de clase media o alta, con madre y padre presentes, con recursos económicos para vivir: lo que pudiéramos decir «vidas resueltas».
Hay diferencias, claro, pero en todos los casos son personas que presentan algunos rasgos comunes a personalidades que antes se llamaban «psicopáticas» aunque ninguno tenía un trastorno de personalidad diagnosticado: rasgos narcisistas, poca tolerancia a la frustración, poca empatía hacia los demás, manipuladores, egocéntricos, etc. Vamos, unos rasgos bastante frecuentes también en el gremio de los políticos o de los artistas, humor mediante.
Si rascamos desde el paradigma de la psicología evolutiva, pudiéramos empezar a decir que seguramente, aunque fueran personas con las necesidades materiales resueltas, pudieran haber tenido importantes carencias emocionales en sus respectivas infancias. Falta de apego seguro, de crianza cariñosa (no lo sabemos, eh…), de compañía y sostén emocional, pero también de los otros pilares fundamentales de la crianza: el establecimiento firme de límites claros, normas, valores, disciplina, etc… Nada de eso suele ser investigado ni publicado: no se trata de ningún modo de «culpar» a los progenitores ni de exculpar judicialmente a los criminales, sino de intentar comprender la naturaleza psicológica del criminal.
Porque aún cuando buscáramos y encontráramos carencias básicas en la educación de estos individuos, no queda ninguna duda, señoras y señores: la mayoría de la gente que camina por la calle tiene carencias similares y no llega a convertirse en asesinos.
El paradigma feminista, el de la violencia patriarcal, aunque a veces pertinente, tampoco es suficiente para explicar los orígenes de la violencia humana. Una cosa está clara: la violencia no tiene un solo origen, y está más relacionada con la dimensión emocional, que con la dimensión intelectual o económica del ser humano. Si ni el nivel cultural ni el nivel económico nos protege de la violencia, ¿qué puede protegernos? ¿Por qué aparece el amor tan relacionado a menudo con la violencia, el amor de pareja, el amor sexual, el amor entre padres e hijos, la familia, el núcleo afectivo más cercano de la gente?
La pregunta básica, la que tantas veces nos hemos hecho sobre los orígenes y la naturaleza del mal, la pregunta eterna de la humanidad sobre el bien y el mal, sigue sin respuesta. Y esto es lo que nos fascina en la literatura y las series sobre criminales.
Los caminos de la investigación científica, sea desde el psicoanálisis, la psicología cognitiva, la neurociencia o la inteligencia artificial, nos dan pistas, pero no una fórmula. Y menos mal. Sería tremendo que tuviéramos una fórmula para «criar» personas, enseguida las sociedades se convertirían en granjas que empeoran el mal que pretenden evitar.
La gente se pregunta siempre ¿cuál es el «móvil» del crimen? Porque necesitamos una explicación que nos dé sosiego, como si alguna razón pudiera ser suficiente para explicar un asesinato premeditado. En todos estos casos citados, a las personas «normales» nos parece que el asunto pudiera haberse resuelto de forma más sencilla, que en ningún caso era necesario llegar a matar.
Pero entonces la pregunta tiene que ser más amplia.
¿Por qué Rosario Porto, Alfonso Basterra, Rosa Peral, Albert López, Tomás Gimeno o Daniel Sancho… en el siglo XXI como en el siglo III o el XV, llegan a considerar que el asesinato de otro ser humano es una opción posible y viable para solucionar un problema vital?
This is the question.
(Tomado del Facebook de Ileana Medina)

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