Por Alina Bárbará López Hernández (Facebook)
La Habana.- Mis amigos se niegan a salir del clóset. Allí guardo los recuerdos que me dejan al marcharse: el pulóver de dormir, álbumes de sellos, peluches, viejas fotos… Pero, sobre todo, se niegan a abandonar mi biblioteca, que se estrecha más con cada llamada: «Ven a buscar mis libros».
Con tantos años de exilios, he descubierto cuánto duele dejar los libros atrás. Algunos, claro, se venden para completar pagos. De otros no logran separarse, aunque tampoco han de volver a ellos: se mudan con alguien que -cuando llegue el momento- los pasará con recomendaciones a otro alguien, mientras más próximo mejor.
A veces los visito. Los títulos y géneros, las cubiertas cuidadas o hechas trizas, anotaciones personales, dedicatorias, flores secas, marcadores, son el retrato de sus antiguos (sus verdaderos) dueños.
Ellos tampoco los olvidan: «Quise leer a Gastón Baquero, pero lo tengo en Cuba», «Mi Kavafis sigue aquí en La Habana… perdón, allá, allá en La Habana»…
«Aquí en Matanzas», «Aquí en Pinar», dicen a ratos, confundidas aún su casa y esa patria de libros que construyeron pieza a pieza, gastando alguna vez más de lo permisible, ahorrando, robando incluso, por un imperativo que sólo un amigo lector entiende y perdona.
Los brillantes volúmenes y las descargas digitales no los suplantan. Los libros viejos, con su piel frágil y amarillenta, sus ilustraciones míopes, la ropa deslucida, enfermos de polillas y, a veces, de soledad, nos sembraron el nuevo de hoy. No importa si uno compra en Barnes & Noble, o publica en Planeta, o lee para su hijo en un hogar de Basilea…
Un amigo que extraña los suyos me escribe: «El hogar de un hombre es donde están sus libros». Es lo que han descubierto los que parten. Los libros, sabiamente, se despiden y esperan: donde estén ellos hay casa y patria ciertas, latiendo desde el clóset donde los conservamos.
