SHOGÚN

Por Jorge Luis García Fuentes ()
Hermosillo.- Finalmente nos sentamos a ver la nueva versión de la novela Shōgun, de James Clavell, y tuvimos que aventarnos los diez episodios en sólo dos días, casi sin respirar.
Cuarenta y tantos años después de estrenada la primera, en la que participara el propio autor —un aventurero de la vida real que fue herido de ametralladora en la II GM, capturado y enviado a un campo de prisioneros japonés en la Isla de Java—, aquella con Richard Chamberlain, Yōko Shimada y Toshiro Mifune, llega esta otra con Cosmo Jarvis, Anna Sawai y Hiroyuki Sanada, una chulada de producción destinada a arrasar en los Emmy Awards, ya no en el apartado de miniseries (o «series limitadas» como les dicen ahora) sino en la categoría principal, después de anunciarse que habrá segunda temporada y sin rivales de consideración que le hagan sombra.
Decían que esta nueva Shōgun iba a ser el Game Of Thrones de los años veinte, pero si bien tiene escenas épicas y sangre en abundancia, en realidad va más allá del estilo de grandes batallas y (alerta de spoiler) ni siquiera termina en la gran batalla anunciada sino con el desenlace de intrigas, traiciones y estrategias como en un ajedrez shakespereano con cierto espíritu Kurosawa.
La recreación de la época de Tokugawa (el shogún real en el que se inspiró Clavell para su personaje Toranaga, tanto como sacó a Blackthorne del comerciante histórico William Adams), con una ayudita de las computadoras resulta de una belleza soberbia, cinematográfica.
Los personajes ricamente caracterizados, de matices abundantes, arman una historia equilibrada y seductora, cómica no pocas veces, lejos del supremacismo blanco a lo Rambo o condescendiencia a lo Tom Cruise, pero sin babosadas wokes. Toda Mariko es una heroína, pero también una mujer del siglo XVII en el Japón de los samuráis, esclava/objeto de su marido y amo masculino.
Por suerte no la produjo Shonda Rhimes. No hay mulatos guapetones con katanas a la cintura ni ladys o geishas africanas gobernando donde jamás las hubo, sólo lo que había por allá en la realidad, muchos asiáticos y algún que otro blanco perdido, un inglés, portugueses, corsarios apestosos y sacerdotes jesuitas.

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