GRAFITI

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Por Daniel Martínez Rodríguez ()

La Habana.- El alba conquistó con timidez la jungla de hormigón y cristales. El silencio todavía era dueño de sus primeras horas, cuando una mujer abrió la ventana de su cuarto con vista a la calle. De repente sus palabras estremecieron el vecindario. ¡qué horror, qué horror! Su alarido, feroz y mortal, no tardó en encontrar réplica en la voz de algunos vecinos.

Espantoso, ridículo y criminal fueron algunos de los adjetivos que ensombrecieron la mañana en el barrio. La razón: los ojos de todos habían tropezado con un grupo de grafitis en calles y aceras. Rápidamente los radicales pidieron sangre. Urgía descubrir al culpable que convirtió en insulto los bellos colores. Era necesario protegerse. Apuraba desterrar la amenaza que indignaba y convertía las avenidas en mural “prehistórico”.

Desatados los demonios, una jauría cuya función era acrecentar la sensación de inseguridad y descontrol rodó por calles y aceras en busca del culpable. En su marcha, a la manada le preocupaba que el ejecutor de ese colorido modelo sedujera con su discurso la ilusión de los curiosos.

Para los frenéticos de la intolerancia, el acontecimiento plasmado por el muchacho resultaba tan obsceno y gratuito que les parecía irracional. Apuntaba hacia sus almas grises que alguien hubiera usado su pincel para expresar emociones insolentes.

La hoguera moral ardía. Era dulce veneno para quienes se reconocían fieles y moralistas. Defensores de una libertad que los encadenaba a marchar en una sola y triste dirección.

El “criminal” no opuso resistencia. Dijo que se había propuesto, mediante su tesis pictórica, enterrar esa impresión de abandono y desamparo en los rostros de las personas. Defendió la teoría de que en el barrio muchos se hallaban al borde de una soledad que minaba la condición humana. Recordó que todos los hombres tenían derecho a vivir a su manera, aunque la muerte y la enfermedad estuviesen asociadas a su constante sensación de inseguridad.

Ante semejante juicio los radicales abrían sus mandíbulas y bramaban en público. Sus argumentos acusatorios no tenían matices. Se escudaban en arcaicos y falsos valores. En su interior, hacía mucho tiempo se habían despojado de sensibilidad y tolerancia. El vendaval de absurdos criterios le anunciaba al joven más que inquisidores azotes.

Aprovechando una pausa de los acusadores, el muchacho los atizó recordándoles que sus grafitis en calles y aceras sólo intentaban hacer emerger la autenticidad humana. Necesitada de estremecerse y evolucionar hacia las formas más bellas.

Su discurso fue silenciado por la sentencia. La condena sería en la nada abrasadora de un cuarto oscuro. Ello prosperaría como herramienta “pedagógica”. Como cepo espiritual para futuras osadías.

Horas después del juicio, y ya encerrado el culpable, las coloridas y entusiastas huellas de los grafitis fueron borradas por una furiosa lluvia que castigó las calles. Al día siguiente, mientras la aurora irrumpía en la jungla de hormigón y cristales, y cuando el sigilo todavía era dueño de sus primeras horas, una mujer abrió la ventana de su cuarto. Su mirada redescubrió que aceras y avenidas volvían a la habitual y triste sobriedad de cada día. La ausencia de bellos colores era una gris metáfora de la vida mezquina inundándolo todo.

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