Por Esteban Fernández-Roig ()
Miami.- Inicialmente, siendo un niño, fui descubriendo las comidas, las que me gustaban, las que no me gustaban, las que me encantaban y las que detestaba.
Para mi -igual que para todos los cubanos- la mejor cocinera del mundo fue mi madre. Y si algo no me gustaba (cómo el quimbombó) ella lo suplía con arroz, dos huevitos por encima, dos platanitos maduros fritos, y una tajada de aguacate.
Me gustaba muchísimo el arroz con pollo, pero tenía que ser “a la chorrera”; mami lo llamaba “asopado”… Recuerdo que tuve un amor a primera vista con el ajiaco.
Solamente comí pizza una vez, cuando mi padre me llevó a una pizzería cerca de CMQ televisión.
Tenía tres o cuatro años cuando por mi casa pasó un vendedor ambulante de paticas de res y de puerco y me dio tremendo asco, pasó mucho tiempo para que me atreviera a probarlas. No acepté nunca las frituras de seso.
Jamás olvido el sándwich que me comí en la cafetería Los Parados en La Habana, ni las minutas de pescado de La Pescadora de Nicomedes Granda, ni las fritas de Medina, ni los “discos voladores” que me hacía Joaquín Domínguez en La Viña, ni las butifarras del Congo de Catalina, ni los panques de Jamaica. Ni los coquitos que vendía Méndez.
Extraño los caramelos que me vendía Isolina en la bodega de su hermano Joseito Márquez, los duro fríos de Laureano Fraga, los batidos que hacía Sendo, los “sundaes” de fresa de la Dulcería Quintero, los café de Bencito, los ostiones de Joseíto el Colorado.
Comí bien (comimos bien todos)
hasta que llegó un degenerado HP, que implantó una libreta de racionamiento; entonces todo escaseó y todo desapareció.
Gracias a Dios nos montamos en aviones y no solamente encontramos la libertad, sino que descubrimos que todas las comidas, los productos cubanos, y los mejores cocineros de Cuba, se exiliaron aquí y los encontramos en todas las esquinas de Miami.