El Agente Lorenzo Jamonada

ARCHIVOSEl Agente Lorenzo Jamonada
Por Pablo de Jesús
(Fragmento de la novela CRUCERO ADONIA: LA VUELTA A CUBA EN UNA SEMANA, publicada en octubre de 2019 y en proceso de reedición)
Florida.-Cuando el crucero Adonia entró en la Bahía de la Habana cerca de las nueve de una mañana bastante fresca, me pellizqué para ver si estaba soñando. A mi lado, una viejita americana agitaba con entusiasmo una banderita cubana, y lloraba de emoción. Todos en el barco agitaban banderitas. Yo, emocionado, agité mi vaso de mojito y empapé de alcohol a la viejita. Un pedazo de hielo se le corrió por el escote marchito, y mientras ella daba brinquitos y repetía: “¡Son of the bitch! ¡Son of de bitch!”, me bebí el resto del trago y dije: “Son de la loma, si señora”, hasta que la anciana tiró la banderita cubana al suelo y se alejó farfullando.
La travesía fue placentera, con el mar tan calmado como un plato de lentejas frías, y abundantes avistamientos de balseros rumbo norte. Conté unos 30 Objetos Flotantes No Identificados, hasta que me aburrí de contar OFNIS porque ya aquello parecía una regata Habana-Cayo Hueso, con embarcaciones de todo tipo. Recordé mi travesía en la balsa que armamos Cuco, Papito y yo en el garaje del primero, con cámaras de tractor ruso, redes viejas de voleibol que me afané de una escuela secundaria, y unas tablas que arrancamos de una valla de propaganda que ponía ¡Viva Fidel! Solo pudimos sacar las cuatro tablas del medio antes de que llegara la policía. Al final el cartel se quedó en ¡Videl! Cuco se empeñó en regresar para corregir la ortografía, pues decía que bidel es con B alta, pero al final lo convencimos de preservar la pintura para impermeabilizar las tablas.
La fuga se concretó una noche de apagón desde los arrecifes del Mechón, el club del 1800 a la salida del túnel de Quinta Avenida. De provisiones solo llevábamos dos galones de agua, un paquete de galletas y una lata de leche condensada, y cada uno un sombrero. Papito había leído que el sol en medio del mar puede achicharrarte el coco y no paró hasta conseguir cambiarle a un guajiro una camiseta de Led Zepelin por los sombreros de marras y un pollo flaco que terminó en el fricasé de despedida la noche antes de la fuga.
Luego de una semana en el mar, sin remos y sin agua, casi muertos, nos rescató una lancha de Hermanos al Rescate y nos llevó hasta Cayo Hueso, donde la gente de inmigración se hizo cargo de nosotros. Cuco y Papito viven en Miami, y también me aconsejaron no hiciera este viaje. Nunca más han regresado a la isla. Una vez al año, en mis visitas a la Capital del Sol, nos reunimos en La Carreta de la calle Ocho para celebrar que estamos vivos.
En ellos pensaba, mientras el barco se acercaba al puerto de La Habana. Fue un viaje más bien aburrido, en una embarcación que no contaba con casino ni otras diversiones. Salvo por el grupo musical que a diario tocaba en el área de piscina, ancianos que pudieron haber amenizado también el primer viaje del Arca de Noé o el último del Titanic.
Tan pronto zarpamos del puerto de Miami, la tripulación reunió a todos los pasajeros en la primera cubierta y dieron las instrucciones precisas para actuar en caso de una emergencia marítima. También nos repartieron un folleto con instrucciones de cómo comportarse al arribar a Cuba. En resumen, nos decían que nos olvidáramos de pasar el tiempo practicando buceo o sobre motos acuáticas en las paradisiacas playas de la isla, porque este no era un crucero de placer, sino “de pueblo a pueblo”. Muchas caminatas por lugares históricos de La Habana Vieja, Cienfuegos y Santiago de Cuba, y a dormir temprano. No obstante, en la cara de algunos pasajeros se notaba la excitación que siente el cazador cuando sale en busca de la presa. La mayoría era gente soltera, hombres y mujeres que iban con el expreso deseo de conocer si las cubanas eran tan cariñosas como decían, y los cubanos tan dotados como se vendían.
Los pocos compatriotas que se enrolaron en este viaje llevaban maletas y gusanos llenos de ropa del Dolarazo, Ño Que Barato y el 99 Cents.
Muchos de los pasajeros del Adonia viajaban motivados por ver de primera mano uno de los últimos dos reductos del comunismo puro. Ese de apretar el fondillo y darles a los pedales que impera en Cuba y Corea del Norte. Algunos, secretamente, tenían la esperanza de cargar con un trozo de cantería de un derrumbe de la Habana Vieja. Pensaban, y no sin razón, que en un futuro esa piedra descascarada tendría tanto valor como un pedazo del Muro de Berlín.
Fue impactante ver de nuevo el Castillo del Morro. Cuando pasábamos frente al monumento al Cristo de Casablanca, me persigné. Iba a necesitar la protección de todos los santos ante lo que podría depararme el regreso a mi Patria.
Desde el muro del malecón, una multitud de habaneros nos saludaba agitando banderitas de Cuba y Estados Unidos. Muchos vestían ropa con los colores de la bandera del Tío Sam. Una mulata de campeonato llevaba las 50 estrellas en la parte más baja de la espalda, y con un remeneo de nalgas que estremecía a los hombres y espantaba a las mujeres del Adonia, nos daba la bienvenida.
Los trámites aduaneros corrieron sobre un mar de Cuba Libre y en frenético repiqueteo de una conga oriental. Unas bailarinas, vestidas con la bandera cubana, desplegaban sus encantos de ébano, contradiciendo las palabras del capitán sobre lo escaso del material ámbar en La Habana. Algunos agradecieron el recibimiento colocando entre los senos de las bailarinas billetes de 10 y 20 dólares, hasta que un oficial gritó por el megáfono, en inglés y español, que eso estaba prohibido, y nos orientó hacia la salida.
Encima del portón que salía a la Avenida del Puerto había una tela que ponía: “Bienbenidos compañeros del Adonia”. Pensé en Cuco y su B de burro que nunca pudo pintar.
Sin que el oficial me viera, puse en la mano de una de aquellas mambisas un billete de 20 y ella, luego de regalarme una sonrisa, lo guardó con disimulo entre sus senos de chocolate. Cuando le di la espalda, pude ver por un espejo que cubría la pared de aquel recinto, como un tipo bigotudo, vestido con camisa a cuadros y jean, le sacaba el dinero de las tetas a la mulata. “Su chulo. La vida sigue igual”, pensé
¡Al fin estaba en Cuba!
A la salida de la Aduana, los turistas agitaban banderitas de Cuba y Estados Unidos. Yo, sombrero de jipijapa, camisa azul de manga larga para protegerme del sol, y pantalones cortos, agité al aire mi vaso plástico y empapé de Cuba Libre a otra viejita, o quizá a la misma. Pero imité a mi presidente Obama y me hice el sueco, que es la mejor forma de hacer turismo en Cuba.
Tan solo había dado tres pasos en suelo patrio, cuando sentí una mano que me agarró por el hombro y un objeto duro se me clavó en la espalda: “¡Ahora sí me jodí!”, pensé, y cuando empezaba a levantar las manos, una voz me dijo bajito al oído:
―Sigue caminando y móntate en aquel carro azul.
Obedecí, porque no era cosa de hacerse el héroe ni uno de esos disidentes que intercambian visas por palizas, y abordé un Impala 1959 azul metálico, que enseguida reconocí. Y también a su chofer.
― ¡Yo sabía que tú regresabas! Es verdad eso de que la curiosidad mató al gato ―Lorenzo Jamonada me miraba con ojos burlones, y una sonrisa en los labios.
Veinte años atrás, y necesitado de dinero para preparar la fuga, yo le había vendido ese Impala a Lorenzo. Me pagó al contado, en dólares, ganados con su fabriquita de jamones ahumados a base de inyecciones de ácido nítrico.
― ¿Qué coño es esto Jamonada? ¿Un secuestro? ―quise saber.
― ¡Bienvenido a Cuba acere! ―dijo un Lorenzo mucho más gordo que cuando yo le conocí―. No te asustes. Hay alguien que quiere verte. Alguien muy importante.
Mi mente se desbocó, mis piernas se aflojaron, y si no me cagué de miedo fue de puro milagro. Ya me veía preso en La Cabaña, el Combinado o alimentando gusanos en una fosa común. El Agente Jamonada, al ver mi angustia, trató de calmarme.
―Tranquilo, que no te va a pasar nada. Solo vamos a hablar.
Cuando en Cuba un seguroso dice que solo quiere hablar contigo, hay dos posibilidades: que te hagan cantar como un perico, o que te cierren el pico para siempre.
Rodamos por un Malecón más vetusto y deteriorado del que yo recordaba. La Habana que me despidió como traidor ahora me recibía como traidólar. Una Habana en sepia, ajada y marchita, flotando entre la esperanza y el desencanto. Esperando se secara el muro del malecón para ir a acostarse con Miami. Al timón del Impala, Lorenzo Jamonada callaba y guiaba mi destino. Yo miraba por la ventanilla, y pensaba en mis hijas. Quise tirarme del carro, pero el Gordo le había quitado las maniguetas de las puertas.
Había caído en una trampa.
“Tanto nadar para morir en la misma orilla, por comemierda. Esto me pasa por comemierda”, pensé. Con disimulo me saqué el cinturón del pantalón. No se lo iba a poner fácil a quien hubiera planeado este secuestro.
Florida, febrero 2023

Check out our other content

Check out other tags:

Most Popular Articles

Verified by MonsterInsights