Por Juan Pin Vilar (CubaxCuba)
Cada santo tiene un pasado, y cada pecador tiene un futuro
Oscar Wilde
La Habana.- Soy muy cuidadoso cuando escribo sobre política porque lo hago de memoria, como si observara un juego de ajedrez y, tablero por medio, analizara una batalla. Si me equivoco describiendo la partida, seguramente el lector arribará a conclusiones apresuradas.
Lo primero que advierto es que los que mueven las piezas no son los verdaderos jugadores; son los que se ven; ellos apenas ejecutan una estrategia que ya está diseñada. Es probable que el que juegue con las blancas se vista de negro, y el que juegue con las negras se vista de blanco. Durante la partida, ambos cambiarán constantemente de posición, porque saben que, de no proteger a su rey, serán derrotados y les cortarán la cabeza. Para evitarlo, sacrifican los peones.
Jamás escribo sobre una partida a nombre de un bando, al servicio de un amigo o de un entrenador. Tampoco lo hago porque haya leído un libro de ajedrez, ni siquiera después de conocer lo que escribieron sobre la teoría del juego ciencia los ex campeones Bobby Fisher y Boris Spassky. Únicamente observo el desarrollo de la partida, la analizo y describo a mi manera, siguiendo mis propias experiencias.
Pertenezco a una generación que irrumpió en el escenario intelectual y creativo de su época estableciendo una conexión familiar con casi todas sus referencias intelectuales vivas ―excepto con Alicia Alonso, a la que no le gustaban los proyectos independientes. El resto de las «vacas sagradas» nos arropó como si fuéramos sus nietos.
Somos los primeros nacidos después de la revolución cubana, y toda la información que recibimos nos la transmitieron a través de las tecnologías y medios de la época; fundamentalmente la escuela, la radio, la televisión, la prensa, la literatura y el cine. No teníamos más. Conocimos las grandes obras del arte y la arquitectura, leyendo en la Biblioteca Nacional o mirando diapositivas que las profesoras proyectaban en la pared del aula. También fuimos los primeros que nacimos con un televisor en la casa, que sintonizaba dos canales, enlazados a diario minutos antes de empezar los noticieros, o cuando hablaba Fidel.
En esa época, lo difícil era conseguir la información, acceder naturalmente a ella, cotejarla con diferentes fuentes. No es como ahora, cuando en un instante cambia la vida de un ser humano porque puede ser visto en todo el mundo en tiempo real.
Nosotros creamos un puente entre ideologías muy contrapuestas, que nos condujo demasiado lejos, y demasiado rápido, a disputarle un espacio mayor al mismo poder que tenía encerrado el riquísimo abanico de propuestas y contradicciones que constituían nuestras tradiciones política e intelectual entre «lo revolucionario» y lo «no revolucionario». Esta simplificación es la que legitiman los colegas que, en lugar de acompañarnos durante la protesta frente al Ministerio de Cultura el 27 de noviembre del 2020, se encontraban en el interior de la institución para después repetir la narrativa del poder.
Entre 1986 y 1989, Fidel Castro, consciente de que ya el mundo no lo necesita para equilibrar el planeta, y que al sistema a través del que ha transitado durante veinte años como un enfant terrible, le ha surgido un nuevo líder cuyo discurso sintoniza automáticamente con nosotros, enciende una alerta contra la Perestroika, la glasnost, y su principal promotor: Mijaíl Gorbachov.
Este último, además, lo supera por dos notables virtudes: hace reír a la primera ministra de Inglaterra, Margaret Thatcher, apodada, «la dama de hierro»; y viaja acompañado por su esposa, Raisa Gorbacheva, vestida de Dior.
El proyecto de Gorbachov priorizaba una revisión de la historia conducente a nuevas narrativas que deconstruyen el discurso oficial. Estas incluyen el caso de los Romanov, la familia imperial rusa brutalmente asesinada por los bolcheviques, las terribles purgas que consolidaron a Stalin en el poder; la posterior denuncia del estalinismo a partir de la crítica que hiciera Nikita Kruschov, en el XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética, y el retorno a la Madre Patria de viejos disidentes, como el físico nuclear Andrei Sájarov, el escritor Aleksandr Solzhenitsyn, y el bailarín Rudolf Nuréyev.
Dichos cambios nos influyen directamente a través de la prensa soviética que circulaba en Cuba, principalmente Sputnik, Tiempos Nuevos y Novedades de Moscú; además, teníamos colegas que estudiaban en diferentes universidades europeas, ilusionados también. Nos convertimos en la primera generación que, desde la Isla y conscientemente, estimula y revisa la historia del poder revolucionario. Lo hicimos con las herramientas con que contábamos, y con el testimonio directo de los sobrevivientes de la barbarie, desde el documental PM y el semanario Lunes de Revolución, hasta el momento en que estábamos viviendo. Estas ideas permearon asimismo a dirigentes políticos y oficiales de las fuerzas armadas y el Ministerio del Interior con un promedio de edad entre los cuarenta y los cincuenta años.
Por otra parte, no hay que olvidar tampoco que, desde comienzos de la década del 80, la incipiente sociedad civil cubana desarrollaba campañas por los derechos humanos de las que surgirían nuevos líderes.
Definido por los acontecimientos, igual que en épocas anteriores, Fidel cambia los jugadores que van a mover las piezas. Los funcionarios que prohibieron a Silvio pasaron a ser absolutamente los culpables, y los que repudiaron a Mike Porcel, los salvadores. Desconocer este punto, es cuando menos, un acto de ignorancia política, porque en una dictadura, la apertura democrática, por mínima que sea, condiciona a ceder cuotas de poder, y eso le resultó siempre inaceptable a Fidel Castro.
El 18 de octubre de 1986 fue fundada la Asociación Hermanos Saiz, con un Ejecutivo Nacional integrado por jóvenes artistas y escritores seleccionados «con lupa» por las instituciones culturales, previamente aprobados por el Partido, y en algunos casos, por la Seguridad del Estado; la mayoría, casi desconocidos nacionalmente.
La verdadera razón por la que se creó la Asociación fue para que se opusiera a una vanguardia intelectual y creativa, sobre todo dentro de las artes visuales, que chocaba con la estrategia del poder destinada a influenciarnos. Por eso, lo que anteriormente se había resuelto con cuadros políticos, ahora se intentaba resolver con jóvenes artistas e intelectuales. Este cambio modificó nuestra relación con el poder y atrajo a nuevos escritores que describirán la batalla, y a nuevos cineastas que la filmarán, críticamente, pero siempre como se revela delante de sus ojos.
La noche de la clausura del Congreso, antes del concierto de Silvio Rodríguez y Santiago Feliú en la Plaza de la Revolución, el entonces secretario ideológico del Partido, Carlos Aldana, cerró su discurso con una frase que resume el histórico momento: «Sólo Fidel y la cultura llenan la Plaza». Alrededor del escenario, los miembros del Ejecutivo Nacional de la AHS se divertían bebiendo ron en vasos plásticos y cerveza enlatada.
Más o menos este es el panorama que conozco. Un mediodía, en que tenía muchísima hambre y no encontré nada preparado en casa; recordé que mis padres estaban invitados a un homenaje que la UJC ofrecía a la televisión cubana, y me aparecí en el lugar. Inmediatamente me senté junto a ellos a compartir y esperar que sirvieran el bufet. Estábamos comiendo cuando el presidente del ICRT, Ismael González Manelo, y Robertico Robaina, secretario general de la UJC, se acercaron a saludarlos. La conversación se prolongó y, repentinamente, Robertico preguntó a Manelo cuál era su propuesta para dirigir artísticamente un nuevo proyecto en el Pabellón Cuba. El funcionario, señalándome, respondió: «él».
Hasta ese día había sido ajeno a todo ese mundo estudiantil, entre otras razones, porque en mi casa ya se hablaba de los dos posibles candidatos a ocupar la silla vacía de Nicolás Guillén, quien estaba fuera de servicio y moriría el 16 de julio de 1989: el escritor Lisandro Otero, y el humorista gráfico René de la Nuez.
Finalizando la década, las Causas no. 1 y 2, sellaron indefinidamente cualquier aspiración de cambios. Saturno devoraba a sus hijos en vivo y a todo color.
Tras la caída del Muro de Berlín, en 1989, la permanencia de la generación histórica perdió sentido. Fidel empezó a desmarcarse de sus relaciones con la URSS, para lo que volvió a modificar la historia. Como el político profesional que era, utilizó lo más legítimo de cualquier sociedad: la juventud, que ante la injusticia entrega la vida en una calle, lo mismo que cree que tú eres el genio de la lámpara.
A principios del siglo XXI pasé un largo tiempo en casa, sin trabajo, observando la locura denominada «Batalla de Ideas», que no fue más que una «revolución cultural» sin arroz y sin gorriones como la de China. Hay tres escenas de ese período que me parecen imprescindibles para un próximo documental: Fidel inaugurando la estatua de Lennon; Fidel sentado en una mesa burlándose de los equipos electrodomésticos que el pueblo tuvo que inventar; y Fidel reapareciendo en la televisión nacional marchando dentro de un elevador.
Esta partida se define en el corto tiempo que transcurre entre que Fidel se desmaya delante de las cámaras durante el acto ocurrido el 23 de junio del 2001, y el Congreso de la UNEAC celebrado en abril del 2008. Me contaron que el Historiador de la Ciudad, Eusebio Leal, encajó una frase que el sacerdote y político francés Emmanuel-Joseph Sieyès pronunciara después de la Revolución Francesa, y que describe el final de esa partida: J´ai survécu («He sobrevivido»).
En esos días del Congreso conversé con hombres y mujeres involucrados en asuntos que solamente Dios podría juzgar con justicia y piedad, a los que se les impidió enfrentar el debate libremente, aunque el precio que estaban dispuestos a pagar por exponer sus argumentos oscilaba entre el ostracismo, la cárcel y el fusilamiento.
Para que se tenga una idea, en la presentación del libro Los Empresarios en Cuba, de Guillermo Jiménez Soler, «Jimenito», me detuve a saludar a los escritores Antón Arrufat y Sigfredo Ariel, que seguían la presentación recostados a una de las grandes ventanas abiertas de la segunda planta del Palacio del Segundo Cabo. Sigfredo me preguntó que quién era esa persona que había repletado el salón, y Antón le respondió: «El gran perseguido».
Esa es la clave que deben comprender los jóvenes: que la misma cuchilla que censuró un libro, o prohibió un documental, antes cortó la yugular de otra víctima. Los encargados de ocultar esta realidad son los que presiden nuestras instituciones culturales y académicas, o espacios virtuales como La Joven Cuba, donde vierten sus puntos de vista personas que se creen inmunes porque pertenecen a una nube crítica que flota por encima de una sociedad deshecha y hambrienta.
En cualquier época de la historia política de la humanidad ―desde los sumerios hasta la Inteligencia Artificial―, el poder se vale de gente incapaz de predecir el tsunami que se forma en Asia porque una mariposa bate las alas en Idaho; o en gente capaz de traicionar al más pinto de la paloma. El desarrollo de estas dos «cualidades», determina quién ocupa los cargos.
Por supuesto, en la historia de nuestra independencia existen excepciones, como la del profesor de la Escuela de Medicina que impidió, en los días previos al 27 de noviembre de 1871, que una patrulla de voluntarios españoles sacara de su clase a varios alumnos, posiblemente, salvándolos de la cárcel, el destierro o el fusilamiento. O Nicolás Estevanez, el oficial español que, avergonzado ante la injusta condena, rompió su espada con honor.
Sin embargo, lo que me parece inaceptable de esta partida de ajedrez, porque compromete seriamente nuestro futuro, es el homenaje que todavía se tributa a las «Palabras a los Intelectuales», que nunca representaron un credo de libertad y de unidad, sino la reproducción del dogma que las convirtió en un pobre legado: «La Revolución es Fidel y Fidel es la Revolución».
Los jóvenes tienen que tomar conciencia, sobre todo del peligro que representan estas narrativas renovadas con el surgimiento de un nuevo símbolo que modifica la identidad de la Capital de toda la nación: la Torre K; y tomar nota de que los que encerraron en la cárcel a Nicolasito Guillén Landrián por filmar la belleza de lo humilde y proyectarla en un cine europeo, y a Luis Manuel Otero Alcántara por «ofender» a la bandera cubana; celebraron su Festival del Habano y su fiesta, muy cerca de la tumba del mambí desconocido.
Una vez pregunté a un hombre que quiso a mi hija como a los suyos, para qué servía realmente el poder, e inmediatamente me respondió: «Para ir a Varadero cuando te da la gana».
¿Vale la pena sacrificar a un joven más por un chapuzón?
Juan Pin Vilar es documentalista y director de televisión.