LA AZAFATA

LECTURASLA AZAFATA

Por Gustavo Borges ()

México DF.- Vivir una historia de ficción cuarenta y tres años después de haber sido escrita por el maestro es un riesgo porque la experiencia llega distorsionada. La bella durmiente de mi avión no viajó a mi lado de París a Nueva York, sino de México a Chihuahua.

En el mostrador me dieron el asiento 24 F, al lado de la puerta de emergencia, donde en ciertos momentos del vuelo descansa la azafata.

No tenía la piel del color del pan ni los ojos de almendras verdes; sí el aire de antigüedad del cuento escrito en junio de 1982, además de una dentadura impecable de niña que jamás probó el chocolate.

Aceptó mi propuesta de hablar del miedo a que se estrelle el avión y me dijo no pensar en eso, aunque aceptó que medita sobre la posibilidad de caer al vacío cuando un pasajero le pregunta si se siente segura a 10.000 pies de altitud.

«De otra manera jamás imagino algo tan improbable. Hacerlo me distraería de mi verdadera profesión, la de vigía. ¿sabe usted cuántos amaneceres y puestas del sol he visto por esta ventanita?»

Me quedé desconcertado. La puerta de emergencia no tiene cristales por donde ver el sol, pero no iba a ser yo quien echara a perder su lance literario. Salvo cuando escribo para la agencia donde trabajo, no suelo permitirle a la verdad que me eche a perder una buena historia.

Se llamaba Carmen, como el ballet de Roland Petit, y no me importó preguntarle por su ciudad de origen porque cuando un hombre tiene 61 años y no es un viejo verde se acerca a la belleza de una chica dos años menor que su hija con instinto paternal.

La niña y yo quedamos frente a frente y mi única impresión al escuchar sus historias fue la de estar al lado de una abuela de 21 años.

Llevaba aretes blancos, la ropa morada del uniforme de la aerolínea y unas medias negras como de monja. La vi levantarse y caminar ocho centímetros por encima del pasillo, algo que supongo lógico en una mujer acostumbrada a trabajar entre nubes.

Soy un defensor del ayuno, en 1997 hice uno de 96 horas, pero jamás sentí tanto odio por la comida hasta el instante en el que la mujer abandonó su lugar con un aire de santidad para ayudar a repartir la merienda a los pasajeros.

Regresó como 20 minutos antes del aterrizaje, me contó que para ser azafata debió estudiar inglés, física y meteorología, lo cual agradeció porque era camino adelantado para cuando empiece la carrera para pilotear aviones, dentro de un año y pico, después de graduarse de sicóloga.

Mientras el vecino de la izquierda roncaba, mi bella durmiente particular no durmió, una experiencia mejor que la del protagonista del cuento peregrino, porque me permitió tener intervalos de hasta de dos minutos sin respirar, algo lejos de mi récord en la alberca de la Alcaldía Miguel Hidalgo, donde nado cada mañana.

Cuando el avión tocó tierra anunciaron una temperatura de menos muchos grados. La niña se levantó a hacer su trabajo, pero antes me hizo un regalo caro, no se despidió, una actitud idéntica a la divinidad de la chaqueta de lince del cuento escrito por aquel que queremos tanto.

Minutos después la historia se alojó en mi mente como si la hubiera leído. No tuve tiempo de deprimirme. Fuera de la terminal, me rescató de la helada mi amigo trotamundos. Me dejé querer por él, su novia Miss Chihuahua y sus niñas, que me llevaron a la sierra madre, donde re…conocí la nieve.

No la veía desde diciembre de 2017, cuando hice el viaje más milagroso de mi vida, con Ana Paula al invierno de Chicago.

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