Por Ricardo Varona ()
El fuego se veía desde cualquier parte de la ciudad. La lumbre, cual Coloso de Rodas, iluminaba horrorosamente el cielo nublado. Las sirenas rompían el silencio de la madrugada, partiendo desde cada rincón cercano. La Habana se despertaba en plena madrugada con el terror en la mirada de todos. Las pantallas de los móviles esparcían, democráticamente para el mundo, el nuevo «faro» de la capital. Los trasnochados espectadores buscaban, con alevosa curiosidad, cada techo o azotea para observar como aquel gigante ardía ante los ojos del mundo.
Rápidamente se dispusieron barricadas y cortes de calles con tal de contener a curiosos y personal ajeno a las labores de rescate, salvamento, atención médica, extinción y/o contención del incendio. La policía (infantería o motorizada) corría desde cada recoveco de la ciudad al lugar del desastre…criminalidad de juerga, como los ratones de la fábula…
Desvío de calles en toda la zona avisaba a los todavía desinformados que algo grande pasaba. Los pasillos y galerías de Coppelia; otrora llenos de sabores helados y estudiantes cazadores; hervían de guardias, oficiales, dirigentes, barrigas (de verde olivo o a cuadros), móviles, radios y cuanto «factor» no podía dejar de asistir a semejante contingencia. Puesto de mando a golpe de fresa y chocolate. La catástrofe comenzaba a tomar cuerpo de dragón arrasando con el edificio. El brasero ardía en uno de los últimos pisos, el viento empeoraba avivando más el fuego, el acceso sería una verdadera odisea. Los cuellos se arqueaban buscando el rojo firmamento, los bomberos no daban crédito al abominable panorama. A borrachos y sin casas los empezaban a botar del parqueo de la catedral del helado. El reloj ponía sus agujas en las 2:38 a.m., era una fría madrugada de principios de marzo cuando sonó, encima de su mesa de noche, el teléfono personal del señor presidente.
El chorro apenas alcanzaba las llamas, el brazo articulado de la grúa contra incendios no llegaba siquiera a la mitad del edificio. El cómplice viento arruinaba cualquier intento por hacerlo llegar a la zona en llamas de la mole de concreto y cristal. Las juntas y empates de las manqueras y conductos para el agua dejaban salir el importante flujo de esta. El sistema contraincendios del edificio no respondía sin la corriente eléctrica que falló a los pocos minutos de iniciado el siniestro. Para rematar, el sistema de emergencia no daba corriente a este. Espectacular error construir un rascacielos para el que no había carro ni manguera, ni chorro de agua, ni bombero que llegara a él. Las escaleras se convirtieron en verdaderos maratones de capas y cascos pesados. Las botas rotas y gastadas apenas sostenían los escuálidos cuerpos de los jóvenes bomberos que se empeñaban en contener «a cualquier precio» el incendio. Los bomberos de las escaleras se vieron sorprendidos por la explosión de cristales que ya no soportaban el calor del siniestro. La andanada cortó y atravesó los trajes y máscaras causando heridos y muertos en las primeras filas. Las esquirlas llegaron a la calle, dejando el pavimento tapizado con una escalofriante manta de falsos diamantes. Comenzaba el horror…empezaban a caer los bomberos cual moscas borrachas con moscatel.
En el horizonte se veía desde lo lejos como la Torre ardía irremediablemente. Los marineros de guardia de los barcos cercanos despertaban a sus compañeros para que fueran testigos del dantesco cuadro ante sus ojos. Su luz opacaba con creces la de la farola del Castillo de los Tres Reyes del Morro. Un nuevo cirio quedaría para siempre en la memoria de todos.