Por Luis Rodríguez Pérez ()
Quivicán.- Soy mal amigo del dolor. De niño huía de los «juegos de manos». Quizás por eso también, de todos los que practiqué, hice nido en el deporte que levanta torres, alfiles y caballos. Y no que fuera un niño taciturno, esquivo al mundo; al contrario, era sociable, muy extrovertido.
En cada cursos escolar, siempre fui el payaso oficial del aula, el más majadero. Por las tardes, andaba con la pandilla de turno robando mangos, mandarinas y ciruelas, o jugando en el parque, subiendo a los árboles o escalando el techo del templo católico y sus muros, o haciendo sabotajes en otras escuelas, como por ejemplo, entrar a un aula y escribir en la pizarra el nombre de la mía con el título de, CAMPEÓN.
En las noches la oferta era igual de variada: cazar cocuyos; hacernos cuentos de terror frente al cementerio, para comprobar que ninguno superaría el reto de llegar hasta la última tumba; poner bombas (casquillos de bala calibre 22 repletos de cabezas de fósforo; recuerdo que salían las abuelitas, se rascaban la cabeza y entraban presurosas para no perderse ni una escena de la novela).
Las noches de sábados y domingos salíamos al parque, al único lugar donde se salía en mi pueblo; allí, las mujeres caminaban en grupos, rodeando el parque en una dirección y los hombres en dirección contraria. Nosotros, que no teníamos edad suficiente para pertenecer a aquel ritual, «pitiábamos» (hechar suerte), y al designado por la fortuna le correspondía darle una nalgada a la más bonita que pasara.
Con emoción de infarto nos acercábamos a la víctima, cometíamos el sacrilegio y nos alejábamos al trote todo el grupo riendo. Nunca nos perseguían; de hecho, ni se molestaban; sabiendo que las nalgadas las recibían las más hermosas.
Pero una vez sí me persiguieron. Estábamos de excursión por los campos, cuando alguien del grupo exclama: ¡Fresas! ¡Son fresas! Y nos percatamos de que, sin darnos cuenta, nos habíamos adentrado en un campo de ellas.
Eran pequeñitas, estaban ácidas y muy sucias de tierra. Así y todo nos llenamos la boca masticando a duras penas. No había tiempo para hechar algunas a los bolsillos, pues el que cuidaba el sembradío se acercaba muy rápido y dando gritos. Por desgracia, corrí en sentido contrario al grupo y me lancé al fondo de un profundo canal. Cuando saqué la cabeza del agua, el tipo estaba en la orilla:
– Dale, sal del agua o te meto una pedrá- me dijo, con calma, pero con el pedazo de roca en alto.
Me acerqué a la orilla. Él, botó la piedra, estiró un brazo y me ayudó a salir. Su gesto me inspiró confianza, por eso fue que me dolió más el bofetón de adultos que me dio. Mi cuerpo de 10 años giró por el impacto y sentí una patada por detrás. De repente, perdí el miedo, sentí asco por su actitud.
No había necesidad de semejante abuso. Con amenazarme que me iba a llevar a la policía era suficiente ¡y sí me llevó a la policía! Pero ya no me impresionaban los uniformes azules. Llegamos; nos recibió el carpeta; escuchó al guardia del campo de fresas; se hizo como que escribió algo y le dijo que podía marcharse; yo, callaba, a los cinco minutos me ordenó irme para mi casa.
A lo largo de mis 50 años pocas veces he sido tentado a odiar a alguien. Nunca lo logré. En estos últimos tiempos la tentación ha sido de océanos. He sufrido y he sido testigo directo de la bajeza humana en su extrema versión. He increíblemente, no odio. Sí, he tenido momentos de rabia, y me he expresado o comportado con arranque rabioso, o pasional, pero no he podido odiar.
Por los asesinos, por los despreciables mutiladores de la sonrisa no siento odio; vergüenza por ellos, sí, y asco. Pero si no siento odio, pareciera que podría esperar bondad en sus corazones.
Recuerdo al cuidador del campito de fresas, de fresas para los hoteles, para el Consejo de Estado, para los dirigentes y sus regalos, y no lo odio, odio el sistema, la ideología que lo envuelve. El hombre debe ser libre y tener libertad plena para crecer sus adentros. Sólo, el capitalismo, sólo el pensamiento de derecha permite esto.
Repito, no odio a nadie ¡ni siquiera a mis asesinos! Pero, como Angélica, no quiero para Cuba el pensamiento, el futuro, la noche que arrastra lo zurdo, lo rojo, lo rozado. Lo malo debe morir, no debe ser mejorado. En cambio, he sido testigo, de golpe, del odio hacia Angélica.
Fidel Castro fue preso político y fue un dictador, es cierto. Angélica Garrido fue presa política, se comportó como presa política, como presa política pensó siempre primero en su Patria antes que en ella («Pedimos, si es que tenemos derecho a pedir algo, a que pidan primero, Libertad para Cuba y después para nosotras. Es más, con pedir libertad para la Patria es suficiente, con eso basta». Proclama de las Hermanas Garrido).
Como presa política enseñó en el Guatao, tanto a guardias como a reclusas por delitos comunes, a respetar a personas como ella. En el Guatao enseñó a presas políticas a que se sintieran políticas y se respetasen. No debería yo, estar diciendo estas cosas, le corresponde a los hermanos, pero hablo como un loco. Si la conocieran, disfrutarían su carácter dulce y alegre. Sí, es muy directa y extremadamente sincera; quizás padezca secuelas del trato especial que le dio el Tirano, de su orfandad impuesta, de su alma siempre alerta (cinco amigas perfectas tuvo en su prisión, las cinco eran traidoras; una de ellas hasta la envenenó).
Están en desacuerdo con ella, pues bien, es normal. Lo mismo sucede con ella. Ahora, no pueden olvidar un detalle (un pequeño detalle que la circunstancia me obliga a decirles y que por las circunstancias no abundaré mucho más): Angélica no se manda; ella, tiene un jefe. Y no es que ande la Dignidad por el mundo haciendo y diciendo lo que le dé la gana.
Desde el Guatao, detrás de una reja fría y oxidada, con apenas 100 libras de peso, de pelo ensortijado y mirada seria, hay una mujer que quiere que los niños de Cuba coman fresas sin recibir un bofetón.
¡Mil veces libertad!