Por Carlos Cabrera Pérez
Majadahonda.- Las fotos de los muchachos del 11J, excarcelados en Cuba, confirman el desastre del tardocastrismo; ninguno de ellos conoció el capitalismo republicano, tuvo vinculaciones con el batistato, con los siquitrillados, ni los rebeldes del Escambray; se educaron íntegramente bajo el paraguas totalitario de la revolución y sus afanes jesuitas.
El estado derrocha incontables recursos en argumentar el absurdo que destruye a la nación, pero resulta incapaz de explicar cómo jóvenes formados bajo la legalidad socialista no hayan querido ser como el Che.
Serviles canallas riegan la bola de que los excarcelados son delincuentes comunes y no presos políticos. Desolador, por un lado, la maquinaria represiva les niega el derecho a discrepar y, por otro, reconoce que la revolución es una magnífica fábrica de delincuentes.
Las imágenes de los excarcelados muestran a familias empobrecidas, aunque ilusionadas, a madres conteniendo lágrimas por el reencuentro y a hijos tecleando sus móviles con apuro de recién salido de la cárcel.
A ver cómo explica la cancillería a visitantes y homólogos que la revolución resulta imbatible en calabozos, marabú, sed de alimentos y medicinas, apagones y delincuencia. Antes de gastar recursos en la mentira oficial, alguien con mando en plaza debería reflexionar si vale la pena seguir mintiendo y agrediendo a hijos de obreros y campesinos.
Uno de los problemas más freudianos de la revolución consiste en su predilección por los humildes calladitos, a los que forma e incentiva a pensar en una sola dirección y les impone la obligatoriedad de contribuir al engrandecimiento del proyecto, que siempre capitaliza los éxitos y socializa el perpetuo fracaso.
Un país con más cárceles que universidades resulta un fiasco inobjetable, y Cuba es ya un país de viejos con una juventud partida en cuatro bandos: los revolucionarios, los simuladores, exiliados e inxiliados y los que están siendo excarcelados por decreto de Estados Unidos; aunque luego oiremos hablar de independencia y soberanía, como si fueran las señas de identidad del primer estado jinetero del mundo que, esta vez, no ha podido convertir el revés en victoria; es decir, al preso en fuente de divisas.
La brecha entre la familia cubana y la casta verde oliva y enguayaberada es inconmensurable porque el miedo de la segunda va cerrando opciones sensatas de reconciliación nacional y el deseo primario de muchas de las víctimas es que Trump los arrase sin miramientos.
Cuando un gobierno cosecha más desprecio que respeto o miedo, ya ha perdido y, mientras más se empeñe, en negar la evidencia de su derrota, peor será su final y el de sus personeros, que no tendrán donde esconderse.