MURIÓ MI PROFE DE MARXISMO: SE FUE UN BUEN HOMBRE

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Por Renay Chinea ()

Barcelona.- Mi “Profe” de Marxismo, Nelson Aguiar Rodríguez, ha muerto. Me acabo de enterar que falleció ayer en Cumanayagua, un pequeño pueblo en el centro sur de Cuba, donde lo conocí en 1985, siendo estudiante de preuniversitario.

¡Como estuvo de parte de la bondad merece honor! Parafraseando a Martí en el sepelio de Marx en Nueva York, llegue este mensaje a su alma, camino al cielo. Decía que era ateo —pero ahora lo sé—todos somos ateos hasta la primera turbulencia.

Fue un hombre excepcional. Era alto, de ojos claros como un alemán, y llevaba una discreta melena rubia lo cual generaba más confianza entre los cachorros de lobos anticomunistas, a quienes estaba enseñando.

Pero que quede claro: jamás fue una mala persona. Cargaba con esa simpatía de algunos profesores de marxismo, que por un lado querían negar el proselitismo de los testigos de Jehová —no ser el pesado que toca dos y diez veces a la puerta— pero al mismo tiempo, sin siquiera saberlo, a él lo habían preparado para eso: para adoctrinar en la nueva religión del Régimen: el marxismo-leninismo.

Sin embargo, a su modo de guajiro buena gente, era empático y divertido con todos. Pretendió un imposible cuando quiso enseñar su entelequia de manera didáctica, y a veces hasta tuvo momentos de elocuencia. Nosotros los adolescentes de entonces, sabíamos por praxis pura, por rebeldía o intuición, el absurdo del Materialismo Histórico—que así le decía— aunque carecíamos de base teórica para combatirlo frontalmente.

¡De pronto, su vida pasó de ser la de aquel “alemán” afable, a la de un hombre subido por siempre a una silla de ruedas!

El día de la final del Mundial del 86, los estudiantes antisistemas, queríamos que ganara Alemania Federal. Los del Régimen, querían que ganara Argentina, por la perniciosa manipulación que el castrismo proyectaba sobre cada suceso de la vida ordinaria de la gente.

Y allí estábamos los pro-alemanes… alentando a Alemania cuando llegó y me soltó con sorna:

—¿Pero, cómo apoyas a Alemania, si tú te pareces más al Che Guevara que a Hegel…? —(De joven me parecía mucho a ese esperpento).  Lo miré y le respondí:

—Pues estamos en las mismas: ¡tú te pareces más a Göering que a Burruchaga…! ¡Y deberías ir con Alemania…! —Y le saqué una carcajada.

Tendría 25 años. Aunque había nacido en una ciudad vecina, se había casado con una chica de Cumanayagua, —Margarita creo que se llamaba— y tenían una hermosa niña.

La noticia de su accidente nos dejó consternados a todos: mientras reparaba la vivienda en sus ratos libres, se cayó de un andamio rústico, y se fracturó fatalmente la médula a la altura de la zona lumbar.

Ese verano, visité bastante su pueblo. Sirelda, mi novia, era de allí y también era su amiga y alumna.

La primera vez que lo vi sobre la odiosa silla de ruedas me conmovió. Poco a poco —él se habrá dado cuenta— supo irle quitando yerro a mi sugestión, y terminamos como siempre: hablando de filosofía, literatura, historia y de la amplia cultura general que dominaba.

Me llevó a su casa, ante mi curiosidad, y me mostró la pared que estaba arreglando, la altura desde donde cayó; y le pidió a su mujer que nos hiciera un café.

Cumanayagua es uno de mis rincones favoritos en el mundo: está rodeado de colinas que a veces son verdes y otras azules. Y a menudo, entre los dos colores coexisten los mil tonos de las dos paletas. Tiene —tenía— antiguos puentes de hierro, dos riachuelos correntosos, azahares de naranjas en primavera, y vaquitas en las laderas que parecen pintadas a pincel. Los patios de arcilla movediza son arbolados y tienen olor a detritus de hojas muertas. Y el café: es uno de los lugares de Cuba donde hay que tomar café.

Al ver aquellos ladrillos que había estado repellando sentí por él una aflicción enorme. Era una pared rústica, echa con la habilidad de un profesor de escuela, pero nada más.

Vi un hombre, muy locuaz y vivaracho y me puse a conjeturar hasta cuando soportaría la presencia de aquellos ladrillos traidores en su propia casa. ¿Cuanto tiempo tardaría aquella circunstancia, en hacer mella en su alma noble? Grande es quien puede apagar el rencor, ante aquellos objetos dóciles que nos rodean que de pronto un día se nos vuelven aviesos.

Luego nos fuimos a pasear y a charlar dando vueltas por el pueblo.

Me contaron ayer que una vez finiquitada su carrera en el magisterio, postrado sobre su silla, se reinventó por completo: se hizo zapatero cum laude. Eficaz talabartero y un buen artesano tallador de la madera.

La última vez que nos vimos fuimos a parar a la Cervecería. Por esas casualidades de la vida, ese día habían traído cervezas al pueblo. Comprendería luego, que el Comunismo engendra una deplorable declinación verbal, como esos tiempos que los lingüistas llaman “Sujetos Atmosféricos”. Ese “Anuncian Lluvias”. “Pronostican Granizos”, en la Dictadura del Proletariado es al revés: no se menciona el sujeto no por irrelevante —lo importante es la lluvia— sino por lo Omnipresente: “Habían sacado cerveza”: nadie lo mienta, pero todo el mundo sabe quién “sacó”.

—Lo peor del Comunismo no es que genera esclavitud, es que desaparece la cerveza— le dije, cuando alguien nos avisó de que había llegado La Pipa. Y con aquel vozarrón de profesor enfadado me soltó:

—Dale, Coño… empuja la silla esta que se nos va a acabar la poca cerveza que trajeron… y se iba riendo. —Y ahora cuando me tome un buchito no te creas que no te voy a refutar esa, ¿eh?

No lo volví a ver. Yo me fui. La novia se fue. Todos se fueron, menos Él y ellos, omnipresentes en su calamidad atmosférica. Pasaron 39 años. Aquella última vez fue nuestra despedida.  Luego de unas cuantas cervezas, vi por fin el alcohol apagarle la llama de su sonrisa, como una mueca:

—Yo no me voy a quedar para siempre aquí— me dijo. Yo me voy a levantar de esta silla… tú verá

Si no recuerdo mal, quise creerle. Lo llevé de vuelta a su casa, donde estaba Margarita esperándolo. Lamento que haya dejado finalmente su silla de manera tan tajante. ¡Hoy dejó su silla y se fue!

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