Por P. Alberto Reyes ()
Eclesiástico 3, 2-6. 12-14
Camagüey.- Ser familia no se reduce a una mera convivencia, ni a simples lazos de sangre. Lo que definimos como “familia” se expresa cuando ese grupo de personas que conviven o que comparten lazos de sangre crean una realidad marcada por el cariño, la acogida, el respeto, la colaboración mutua, el buen trato…
Por eso, la familia se construye, en un proceso continuo, porque la familia es un organismo vivo y, como tal, necesita ir dando respuestas a los cambios que va experimentando, buscando siempre el bien mayor para cada uno de sus miembros.
Una familia se construye cuando los que la componen aprenden a “estar”, a convivir, lo cual se refiere, ciertamente, a saber pasar tiempo juntos pero también a crecer en la capacidad de conectarse con lo que cada miembro de la familia está experimentando. Una familia se realiza cuando crea un ambiente donde cada cual sabe que puede compartir sus alegrías, sus ilusiones, sus logros, sus proyectos… pero también sus tristezas, sus decepciones, sus desalientos… convencido de que, siempre, será escuchado y respetado.
Una familia se construye cuando se funda en los valores del bien, y por cuidar y respetar el bien, pierde el miedo a poner límites, a llamar bien a lo que está bien y mal a lo que está mal, a no pactar con el mal por ningún motivo, incluido el no “desentonar” con los criterios y actitudes que puedan estar de moda en ese momento.
Una familia se construye cuando es capaz de hablar claro y evita el mito de que cualquiera de sus miembros tiene que “darse cuenta…”: darse cuenta de que esto o aquello es inadecuado, de que esto o aquello es lo que “debería hacer”, de que esto o aquello es lo mejor para todos. En una familia no es bueno dar las cosas por supuestas, porque a veces, lo que unos consideran evidente no lo es así para otros.
Una familia se construye cuando genera un ambiente en el que nadie se sienta obligado a “tragar y apechugar”, donde todo el mundo se sienta libre de compartir, desde el respeto y la sencillez, lo que le molesta, lo que no le gusta, lo que necesita o lo que le sienta mal de aquellos con los cuales convive.
Y esta construcción se optimiza cuando se pone como base a Dios, cuando se deja a Dios ser parte de la cotidianidad, cuando se pierde el miedo a rezar, a bendecir, a compartir la sabiduría de la Sagrada Escritura, a identificarse en sociedad con el discipulado de Cristo.
Una familia que se construye desde la apertura a Dios se hace sólida, porque cuando Dios ocupa el centro de aquellos que comparten la vida, es más fácil servir, es más fácil querer el bien del otro, es más fácil asumir los retos de toda convivencia, es más fácil perdonar y dejarse perdonar, amar y dejarse abrazar.