Por Tania Tasé ()
Berlín.- Mario es un hombre que ha estado más de la mitad de su vida en prisión. Este relato trata sobre su historia, que es común a varios miles de cubanos, es completamente verídico y comienza en enero de 1980. Conocí a su familia y he ido empatando las anécdotas que escuché a través de los años, con lo que recientemente escuché de los labios del propio protagonista.
A sus diecisiete años, era Mario un adolescente muy apuesto. Delgado, pero musculoso, alto y de espaldas anchas. El acné que en la pubertad había dejado algunas marcas en su rostro, no lograba afearlo ni quitarle la impresión de ingenuidad infantil que provocaba en los demás.
Es el mayor de los cinco hijos de un oficial de las FAR y una secretaria con ínfulas de fiscal militar. A pesar de ser un joven muy cariñoso y servicial, era la oveja negra de la familia que por la época que comienza esta historia residía en Altahabana: no quiso seguir los pasos de su padre haciendo carrera como militar y era muy travieso. Todo eso causó una decepción profunda en sus padres, en ese momento ya divorciados.
Mario prefería ser aprendiz del oficio de mecánico que le permitiría en breve tiempo ganar mucho dinero. En su tiempo libre chapeaba jardines de residencias en su barrio y Miramar o el Vedado. ¿Y para qué quería dinero este muchacho? Simple: ni en aquel entonces ni nunca desde 1959, ha alcanzado el salario para mantener honradamente una familia numerosa. En la suya sólo entraba el salario de su madre y la pensión pírrica que daba el padre. Él ansiaba ser independiente y ayudar a su madre con los gastos que provocaban sus hermanos más pequeños que sí estudiaban.
Mayito, que así le nombraba todo el mundo, estaba además enamorado. Hacía tiempo que suspiraba por una muchacha un poco mayor que él. Ella lo ignoraba y le daba calabazas una y otra vez, hasta que un día aceptó su invitación a salir. Irían al cine Yara y después a Coppelia. Y llegado el día tan ansiado, el muchacho se acicaló desde temprano: limpió sus uñas manchadas de grasa de carro, se afeitó los cuatro pelitos que tenía en su cara, peinó con cuidado su melena y lustró sus zapatos hasta que parecieron espejos. Había tres tipos de jóvenes finalizando la década del 70 en Cuba según la moda: los cheos que lucían melena con motas de pelo tapando las orejas, botas cañeras con tacón imitando la de los cowboys y pantalón planchado con filo; estaban los frikis con sus pantalones tubitos y t-shirts y luego los jóvenes que no eran ni cheos ni frikis y se vestían con lo que hubiera siempre que fuera conservador y no llamara la atención. Mario pertenecía al primer grupo y llevaba en un bolsillo del pantalón un pañuelo blanco impecable empapado de colonia, planchado y almidonado; y en el otro, un peine enorme, pues la melena debía ser peinada constantemente para que las motas no se deshicieran. En la tarde se miró al espejo y no encontró nada que reprochar a su imagen. Era perfecta para su cita con una muchacha hermosa en lo que presumía iba a ser el día más feliz de su vida.
No podía saber que ese sábado no llegaría a encontrarse con la chica y mucho menos que entraría a la adultez abruptamente y de la peor manera.
Una cosa es la familia que te pone a respirar en el mundo y otra muy distinta la que vas formando tú por la vida. Mario se sentía mucho más a gusto con sus amigos del barrio que con sus hermanos, padres, tíos y abuelos. Era constantemente criticado porque no ponía suficiente empeño en la escuela, aunque nunca suspendió un examen ni repitió un grado, sus notas eran mediocres comparadas con las de sus hermanos y muy distantes de las que sus padres le exigían. En los años de la construcción del hombre nuevo, el país necesitaba profesionales universitarios y los oficios que producían bienes materiales eran considerados de segunda categoría. Los desgobernantes de Cuba querían vanagloriarse ante el mundo de los miles de médicos, ingenieros, científicos, deportistas de alto rendimiento y militares que la islita asediada por los imperialistas era capaz de formar.
Así era el estado de cosas cuando ese sábado un amigo de su edad le invitó a ir con la pandilla a resolver un problema. Resulta que otro necesitaba dinero urgente para pagar una deuda. Se dirigieron al paradero de la Lisa. Allí trabajaba uno de los chivatones del barrio y era el encargado de vaciar las alcancías de los ómnibus y entregar la recaudación a la administración. Ese hombre a menudo se emborrachaba y se quedaba dormido en el trabajo. Los muchachos fueron, esperaron que se durmiera de la borrachera y le robaron 45 pesos en menudo de la recaudación ya clasificada en paqueticos de monedas. Esa era la cantidad exacta de la deuda. Podían haberse llevado todo, pero no lo hicieron. Cuando ya se marchaban, el borracho roncó de una manera cómica y ellos se partieron de la risa. El hombre despertó justo a tiempo para ver sus espaldas mientras corrían. Sólo reconoció a Mario. Llamó a la policía y como no podía decir que se había quedado dormido por beber en horario de trabajo, se arañó el cuello y luego relató que el joven Mario le había amenazado con un cuchillo enorme que llevaba en el bolsillo trasero del pantalón.
El resto de este episodio sucedió muy rápidamente: a Mayito lo detuvo una patrulla a pocas cuadras de su casa, fue llevado a la estación de policía e interrogado. Sus padres fueron citados para que hicieran presión, querían que el muchacho delatara a sus amigos. A cambio lo dejarían ir en atención al grado de teniente coronel que su padre ostentaba en los hombros. Pero el muchacho calló, no delató a nadie, no lo conmovieron las lágrimas de su madre ni se dejó impresionar por las amenazas de su padre, quien resentido, le dijo a la policía que lo dejaran trancado hasta el juicio, que a él le quedaban todavía cuatro hijos dignos y decentes. Ninguno de los tres podía imaginar que nunca estarían juntos bajo un mismo techo otra vez. Ni se encontrarían jamás en la vida.
Mario fue llevado a una prisión de adultos y destinado a una compañía donde había criminales peligrosos y violentos, asesinos y violadores. No fue visitado por familiar ni abogado alguno los cuatro meses que estuvo ahí antes del juicio. Sólo fue a verlo el muchacho de la deuda, a darle las gracias por no delatarlos a todos. Por él se supo luego que Mayito se “había complicado” en ese tiempo. Al parecer mandó a uno para el hospital en estado bastante grave porque quiso “perjudicarlo”.
El jueves 15 de mayo de 1980 tuvo lugar en el tribunal provincial de la Habana el juicio en el que luego de que el fiscal convirtiera con un pase de magia el peine que Mario llevaba en el bolsillo, en un enorme cuchillo, fue condenado a doce años de privación de libertad. Directamente desde el tribunal (al que no asistió miembro alguno de su familia), fue llevado Mayito esposado en una guagua al puerto de Mariel, para que se fuera en una embarcación de las que venían a recoger cubanos. Él no quiso nunca irse del país, jamás lo había pensado, se resistió un poco y lo metieron a la fuerza en un yate pequeño que arrancó con los motores a máxima potencia y con gente colgada de los bordes de cubierta.
Paradójicamente, o quizá no tanto, ese mismo día andaban su madre y sus hermanos lanzando huevos y piedras a sus vecinos “escoria” entre los que se encontraba el borracho chivato que lo metió preso. Y su padre estaba al frente de un operativo sacando presos y trasladándolos al Mariel para obligarlos a abandonar su país.
Tanto en la corta travesía y su estancia en el campamento Fort Chaffee (Arkansas), vio enfermos mentales sacados de las clínicas psiquiátricas de Cuba, principalmente Mazorra, a quienes también se obligó a marchar de su tierra.
Mario tuvo la desgracia de cumplir 18 años unos días antes de su juicio en la Habana, por lo que no fue elegible para ningún plan de los existentes para reinsertar a los Marielitos en la vida legal en USA, por su récord criminal en Cuba. Aún así, intentó trabajar en fábricas pequeñas o talleres de reparación de autos. Así logró sobrevivir un tiempo, hasta que fue capturado en una redada del FBI e inscrito en un listado de “excluibles”. Término que escuchaba por primera vez. Se refiere a los ciudadanos cubanos que el gobierno de USA no eligió incorporar a la sociedad y que al mismo tiempo el régimen cubano se negaba a aceptar de vuelta en su territorio.
Todas las tentativas de comunicarse por correo con su familia en Cuba fueron vanas. Hasta que un día por medio de otro recluso se enteró que su padre había comentado que había entregado sus cartas sin abrir a sus jefes.
El resto es historia trillada y común, fue enredándose en las prisiones americanas porque nunca dejó una provocación sin responder y siempre se negó a quejarse ante los guardianes.
Estuvo en total 42 años preso, de ellos 20 luego de haberse cumplido su condena. Hace dos que le concedieron libertad condicional, luego de casarse con una mujer de la religión pentecostal. Trabaja para la iglesia de la comunidad donde vive en Pensilvanya.
Sólo ahora se ha enterado de la muerte de sus padres. Ninguno de sus hermanos y primos ha respondido a sus intentos de hacer contacto.
Como si nunca hubiera tenido familia.
Totalmente solo en el mundo.
El régimen cubano nunca ha sido capaz de reeducar a nadie en sus prisiones. Yo no dejo de preguntarme qué hubiera sido de Mario si hubiera tenido la más mínima oportunidad después de su primera contravención que fue un robo al descuido en el que no se empleó violencia.
¿Qué hubiera sido de su vida si su familia no hubiera antepuesto el “deber revolucionario” al amor filial?
Hoy hay muchos jóvenes en las prisiones de Cuba que no cometieron delito alguno y que sólo ejercieron su derecho a la protesta pacífica cívica. Algunos eran menores de edad en el momento de su encarcelación. ¿De cuántas maneras se les puede “complicar” su estancia injusta en prisiones llenas de delincuentes violentos?
¿Si a un trabajador no le alcanza su salario y roba para poner comida en el plato de su hijo, es también un preso por razones políticas? Yo pienso que sí.