Por Mijail Sestiev ()
Sofía.- Hace dos días caminaba por la Plaza de la Independencia de esta ciudad y para refrescar un poco los pies, luego de desandar cuadras y cuadras por uno de los lugares que más me gustan de la urbe, me senté en un banco, y saqué un chocolate y un pomito de agua. En la otra esquina del banco se sentó un hombre y encendió un cigarrillo.
A la primera chupada, cuando exhaló el humo, intenté espantarlo con la mano, porque vino hacia mí. En una mezcla de idiomas, intentó decirme que lo sentía, y le dije que no se preocupara, que había otros bancos, y me respondió con un ‘gracias’ que me sonó a cubano legítimo.
Mi esposa es cubana. Y en mi casa se habla cubano, esa especie de dialecto del español, atropellado, rico, hirviente. Mis suegros, con los que vivo, solo hablan aquella lengua y mis dos hijos, de 13 y 11 años, también lo hablan. Así que de búlgaro nada y eso me ha obligado a aprender aceleradamente la lengua de los cubanos.
Aquel hombre era cubano y no vivía en Bulgaria. Vive en Turquía, a donde llegó hace unos años, luego de desertar de una tripulación cubana en Vanuatu, donde el navío brasileño en el que trabajaba hizo una escala.
Todo eso me lo contó en unos minutos, mientras yo, asombrado, le contaba de mi familia y le ofrecía una tarjeta por si tenía problemas en Sofía y necesitaba ayuda, la cual denegó porque dice que estaría solo hasta la noche y luego tomaría un vuelo a Estambul y de ahí a Bodrum, donde tiene su hogar y vive su gente, de la cual no me habló.
Cuando nos despedimos, me quedé pensativo. Aquello de un cubano en Vanuatu me parecía una locura, y cuando volví a casa me di a la tarea, por muchas horas, de buscar grupos de cubanos en otros países. Y me di cuenta de que hay cubanos en casi todos los países del mundo. De hecho, hay en todos los países de América, desde Canadá hasta Chile, sin excluir ninguna de las islas. Y también en la totalidad de las naciones europeas, de Asia y de África.
No tengo certeza de que haya en Corea del Norte, pero si en la del Sur, en Singapur, Hong Kong y Tapei. Y también en Indonesia y Tailandia. Hay cubanos en Islandia, uno de los cuales subió el año pasado el Everest. Y en Perth, en Australia, hay una gran comunidad.
En algunos de esos lugares no se conoce la cantidad, pero hay. Los cubanos se han desperdigado por el mundo, como tuvieron que hacer los palestinos cuando arreció la ocupación israelí y empezaron a perder territorios.
Los palestinos se fueron porque ya no cabían en las tierras que antes ocupaban, y los cubanos se van porque en Cuba no se puede vivir.
A mí esposa la conocí en un crucero por el Mediterráneo hace 17 años. Trabajaba todos los días. No descansaba y lo hacía casi por la comida y por poder mandarle un poco de dinero a sus padres. Aquella vez nos hicimos amigos y por muchos meses nos escribimos todos los días, hasta que regresé al mismo crucero para verla y le pedí que fuera mi novia y que nos casáramos y viniera a vivir conmigo a Bulgaria.
Un año después ya vivía conmigo. Mi salario de profesor de Español en un instituto nos daba para vivir bien, porque, además, recibo la renta de dos apartamentos que heredé de mis padres en Varna. Hubiera querido que no trabajara, pero insistió. Necesitaba dinero para ayudar a sus padres. Y entonces le propuse traerlos. Iniciamos los trámites, que no fueron muy complicados, y en menos de seis meses, Lola -se llama Dolores- y Francisco vinieron a vivir con nosotros.
Mi esposa insistía en trabajar para alquilarles un apartamento, pero en casa había espacios, y les dije que podían quedarse el tiempo que quisieran, que podían vivir siempre con nosotros. Luego nacieron los niños y mientras nosotros trabajábamos, los abuelos los cuidaban. No imaginé lo que era vivir con una familia cubana al completo.
Mi esposa dice que en Cuba es común, pero que allá no es tan bueno. Yo nunca he ido a Cuba. Mi español lo aprendí en España, donde hice una carrera de idiomas, y donde conocí también a muchos cubanos. Los cubanos, para mi, son personas fáciles, bromistas, desprendidas, y con un espíritu aventurero tremendo, de lo contrario aquel hombre que conocí en la Plaza de la Independencia no hubiera dejado su barco y se hubiera quedado en Vanuatu.
Vanuatu es lejos. Y él me aseguró que muchos de lo que trabajaron alguna vez con él, se quedaron en cualquier lugar: en Brasil, Panamá… se quedaban e intentaban buscarse la vida como fuera. Él es ingeniero naval y era contramaestre de un barco que llevaba azúcar de Brasil a Vanuatu y a otras islas del Pacífico lejano.
En mi casa siempre se habla de Cuba. Incluso mi suegro, que es bromista, dice que en Cuba hay muchos palestinos, pero no de palestina, sino del oriente de la isla, donde vivía la familia suya y él antes de casarse con Lola e irse a vivir a La Habana.
Cuando yo le pregunto si quiere volver a Cuba, siempre responde con un rotundo no. Y me dice que no sé lo que es Cuba. Y le pregunta a los nietos si ellos quieren que él se vaya. Ahí la respuestas es unánime: «Abuelito no se va», dicen en perfecto español, porque él, además de cuidarlos desde que nacieron, les ha enseñado cosas que no hubieran aprendido jamás en Sofia.
Les enseñó a jugar béisbol, juega con ellos dominó, es su profesor de Español, y de geografía de Cuba, porque agarra de vez en cuando un mapa y le cuenta sobre pueblitos y ciudades, sobre costumbres, historias de campos, y con la ayuda de Lola hace unas comidas cubanas exquisitas.
Tanto han aprendido ellos sobre Cuba que más de una vez me han dicho que quieren ir a Cuba de vacaciones, solo que el abuelo les quita la idea. Y cuando ellos le dicen que los acompañe, el suegro declina, a veces se pone triste y en ocasiones hasta le salen lágrimas de los ojos. Un día les dijo: «si yo estuviera en Cuba, ya hubiera muerto. No quiero que ustedes vayan a Cuba ni que le agarren cariño a aquel lugar. Su Cuba es esta: su casa, su madre, Cuba es esta familia, que incluye a vuestro padre, que también es casi cubano».
No dice mucho más, pero yo lo entiendo. Los niños no. Para ellos Cuba es otra cosa. Y cuando vienen cubanos a casa o visitamos a amigos cubanos, cosas que hacemos muchas veces cada año, ellos son quienes más disfrutan y hasta alardean de conocer la isla como si hubieran nacido allí, como sucedió un día con la visita de unos amigos santiagueros, a los que mis hijos les hablaron del cementerio de Santa Ifigenia y los que allí estaban enterrados, entre ellos Carlos Manuel de Céspedes, el Padre de la Patria.
Ese día sentí orgullo de mi familia cubana, de mis hijos y de mis suegros. Los cubanos serán los nuevos palestinos del mundo, pero yo me alegro de haber encontrado a personas así. Y solo quiero que Cuba cambie, para que otras personas no tengan que dejar sus casas y aventurarse por ahí.