Por Manuel Viera ()
La Habana.- Me crié en Siboney, en Playa. Asistí a escuelas en aquel exclusivo barrio habanero, jugué en sus calles, iba a las fiestas del CDR, asistía a eventos a los que mis padres eran invitados y, por supuesto, conocí a muchos que, como yo, eran niños por aquel entonces, niños que como yo jugaban.
Niños que me prestaban juguetes que yo no podía tener, juguetes que no llegaban por el cupón. Niños que sabían lo que era un control remoto cuando yo aún no sabía lo que era una batería AA.
Niños que comían chicles que yo no podía comer porque para mi padre era «diversionismo ideológico». Niños de Pluto, de Mickey Mouse y del Pato Donald en las mochilas. Niños que nunca fueron a la escuela con una zunca militar, ni tomaban agua en cantimplora.
Ya siendo un joven, de unos 20 años, coincidí con algunos un día en una fiesta en Kholy y ya ni siquiera me conocían. Era como si el humo de los Cohíbas que fumaban les nublara la vista.
Por esa época, un día fui con una novia a comer al restaurante El Palenque, allí mismo en el barrio, y a mi lado comía uno de esos muchachos, un hombre ya.
Desde que llegué al lugar lo reconocí y procuré sentarme cerca, aunque era lógico que el no me iba a reconocer, porque nunca fui nadie.
Allí estaba hablando de negocios con un señor que hablaba a ratos en alemán. Llamaba mucho la atención porque a pesar de su juventud tenía una frente muy prominente, y le faltaba cabello a la mitad de su cabeza, un mal del que también yo padecía.
Por aquella época me llamaban Martí en la escuela y hasta mis vecinos del barrio. Era como una burla para mis amigos, una burla de la que yo sentía mucho orgullo.
Cuando el joven terminó su comida les trajeron la cuenta, y me llamó mucho la atención que lejos de sacar dinero, agarró un bolígrafo y estampó una firma. ¡Con eso bastó!
Minutos más tarde me traían mi cuenta mientras yo contaba cada centavo para llegar a los 14 CUC que mentalmente ya tenía calculados. Gracias a dios aquella novia no comía mucho, porque solo llevaba 20 y erande la mesada que me daban mis padres para todo el mes.
Entonces le pregunté al mesero:
-¿Será que yo también te puedo firmar la cuenta?
El se echó a reír y en voz muy baja me dijo:
-Ese es Alejandro, el hijo del comandante…