Carlos Cabrera Pérez
Majadahonda.- Cuba acaba de perder al periodista Gabriel Molina Franchossi (La Habana, 1933 – Francia, 2024) un hombre bueno que combinó la lealtad a Fidel Castro con la amistad y el desvelo por los amigos y sus trabajadores.
Profesionalmente, Molina lo era todo, redactaba con claridad republicana, conocía detalles inimaginables de vidas y milagros nacionales e internacionales y se partía la cara por los redactores que le creaban problemas con las instituciones y el partido comunista.
Durante mi trabajo en Granma Internacional, le creé cuatro problemas con dinosaurios y oportunistas; que rememoro como tributo a Gabriel, sin estar ordenados cronológicamente.
1.- Un reportaje sobre el transporte urbano, que tildaba al director de ómnibus de La Habana como uno de los personajes más impopulares y que motivó la protesta del aludido, del ministro de turno y por el que muchos cubanos y habaneros se enteraron que las lanchitas de Regla y Casa Blanca pertenecían a la empresa de guaguas.
2.- Un reportaje sobre el sidatorio de Los Cocos, que hurgaba en la herida de encerrar a los enfermos, a los que ponía voz y rostro, y que soliviantó a algunos cargos de Salud Pública y del partido comunista que -finalmente- entendieron la intención o fingieron entenderla.
3.- Un reportaje sobre la procesión de San Lázaro, que levantó la ira de José Felipe Carneado, que tuvo la mala educación comunista de tirar al suelo las excelentes fotos de Ahmed Velázquez y reaccioné como un toro bravo. La discusión subió de tono, pero Molina no consintió que el entonces jefe del departamento de Asuntos Religiosos del partido censurara fotos, pretendiendo elegir las menos incómodas.
4.- Una entrevista a Orlando Cardoso Villavicencio, tras su vuelta a Cuba después de 16 años preso en Somalia, donde se masturbaba con la imagen femenina del estuche de jabones que le entregaba la Cruz Roja. Los héroes no se masturban, alegaban los dinosaurios que intentaron sabotear la entrevista, que se tituló Mozart y yo en la soledad de la prisión.
En ninguno de esos casos, recibí el menor señalamiento de Molina, de Gustavo Robreño ni de Enrique Román, que entendían el periodismo como algo vivo y humano y nunca como un censo de victorias y hazañas.
Varios años después de mi salida de Cuba, cenamos en Madrid junto con su hijo Gabriel, y después lo visité en La Habana, junto con Eloy Rodríguez que hoy lamenta la muerte de un jefe, que fue amigo y compañero.
Y esa postura de Gabriel Molina no era una moda o súbita porque Cuba padecía los vientos huracanados y con marejadas peligrosas para embarcaciones mayores y menores de la perestroika; era su manera de entender la vida, de relacionarse con las personas y de proteger a los amigos, como el comandante Guillermo Jiménez (Jimenito), muy buen cronista y damnificado desde el caso Marquitos, pero al que nunca dio la espalda.
En la hora de la muerte, las crónicas suelen tornarse benévolas con el fallecido, pero Gabriel merece este recuerdo apresurado y dolido porque tenía la rara cualidad de juntar en su cuerpo de pisa bonito, la brillantez con la bondad y la solidaridad.
Descansa en paz, Gabriel, fue bueno trabajar contigo y buscarte problemas. Gracias.