Por Renay Chinea ()
Barcelona.- Estos eran los elementos ese día: un motor ronroneaba asmáticamente y rompía el silencio entre las colinas bajas y peladas de Lomitas, un caserío ganadero de elevaciones suaves y pangola espesa.
Atrás había quedado el pueblo de Potrerillos y pasábamos a una tierra arcillosa y calcárea, con ondulaciones horizontales que aparecen como fantasmas, en forma de lomos de bisonte de esos que atormentan en las películas americanas de mucha nieve y aparecen y desaparecen al otro lado de la ventanilla ahora.
Brama el ganado en los cuartones, en esta madrugada, en que los campesinos enrejan los becerros.
La guagua que nos devuelve al Preuniversitario, es cuadrada. El mínimo diseño posible, para mover koljosianos a la yurta de Mongolia. De asientos en plástico colérico, y ventanillas de tembloroso acrílico mal hermetizado. Rígido.
¿Por qué es tan feo el comunismo? ¿Por qué nada está hecho a la dimensión humana de los seres?
Un frío atroz se esparce sobre la muchachada, que duerme o malduerme o se entrevela en la oscuridad clareante de la madrugada.
El amor fue mi ruina al amanecer rosa, de ese mismísimo día, en que nos decidimos.
Puso sus labios granate café sobre los míos y me dijo que sí.
—Entonces vayámonos ya —dije. O dijimos, con esa inocente candidez del uso de tu primer “nosotros” esa irrupción temeraria de tu primer plural.
La humedad de sus besos —como olvidarlo— fue el diluvio universal.
Era bastante oscuro aún, cuando abandoné la guagua y me bajé en el parque del pueblo de Cumanayagua, entregado a mi destino. Caminé desde el parque Martí, donde algún tempranero apuraba un cigarrillo para dirigirse a algún sitio, y pasé por la esquina de la tabaquería, hasta llegar a su casa por las callejas floridas del amanecer, pensando que alumbraban para mi los faroles amarillos y todos los jazmines encendidos de aquel amanecer.
Eres de un lugar, cuando adivinas qué está haciendo la gente con su madrugada. Qué hay detrás de cada bombilla que se enciende: uno a esta hora friega los corrales de un cerdo que ambiciona que engorde, como una cuenta de banco. Es su cuenta de banco. Otro le habla a un loro de plumas verdirrojas bajado furtivamente del Escambray y siempre, en Cumanayagua, antes que el alba, se encienden las cafeteras de café.
El amor es temerario y tímido a la vez: cuando estuve frente a su casa en la calle Menéndez Peláez número 31, simplemente no supe qué hacer.
Me agazapé. Y comencé a esperarla bajo una buganvilla en la acera de enfrente. Sabía que estaría a punto de salir, y así fue. Después de un finísimo silbido, nos escondimos los dos entre besos, bajo la enredadera, a esperar que se fuera al trabajo su madre.
Cuando Dustin Hoffman fue autista por dos horas dijo eso mismo ante el primer beso que le dio Valeria Golino, en un ascensor de Rainman: wet.
Ella estaba wet. Yo estaba wet, las naranjas redondas que adornaban los campos con colinas circundantes; el aire húmedo que regaba las orillas florecidas de la riera vivaracha de Ceibabo… y la rama de olivo que trajo una paloma hasta los pies primigenios de Noé: todo era apoteósicamente wet: mis ojos, sus ojos con los últimos luceros, sus labios café-rosa, mis labios sin pedigrí que buscaban desesperados exactamente no se sabe qué, su rostro sudoroso y jadeante mi torpeza principiante, su atrevimiento de niña mala. Wet, wet, wet.
Mi madre se enamoró perdidamente de él. De aquel guajiro esbelto sobre un alazán que resoplaba impaciente mientras porfiaba con su padre, es decir, con mi abuelo. Y al abuelo nadie le porfiaba nada.
—Métete debajo de la cama y como salgas de ahí… te arreo dos planazos, que voy a ver qué quiere ese intruso. —Dijo dirigiéndose a mi madre— y se ajustó la faja con la vaina y un largo machete Paraguayo que casi arrastraba al suelo.
Santos y Esteban, sus hermanos, se movían nerviosos por el rancho de guano, pendientes de lo que afuera pudiera acontecer.
—Mire Don Vicente, yo solo quiero conocerme con ella… y ni usted ni nadie puede evitar esas cosas.
—¿Y Usted con que cuenta para pretender a mi hija, si se pue’ saber? —le inquirió amenazante.
—Yo estoy por entrar en El Ejército. Tengo buenas intenciones, pero si usted me la niega… creo yo que va a ser peor. ¡Ella va a ser mía de cualquier manera…! —prosiguió— y Don Vicente calló un instante.
El «va a ser mía», los resoples, el golpeo de los cascos de la bestia sobre la hierba del patio de su casa; la insolencia de venir a discutir con su padre y sus hermanos, el tacón robusto de sus botas de cuero, bien plantados ahora en los estribos de bronce, que era todo lo que alcanzaba a ver, pusieron el corazón de mi madre a palpitar como un pájaro que revolotea en la noche.
El silencio momentáneo de Don Vicente le dio una brizna de esperanza… y lentamente, fue llevando sus ojos a la altura de una rendija que había entre las tablas de la pared, bajo la cama. Sintió calor y sed. Le dolían las rodillas de permanecer tumbada debajo del bastidor.
Pero ante todo, necesitaba ver la cara de su pretendiente, los ojos marrones del amor. Aquellas manos anchas y fuertes que buscaban su talle, y lo encontraron; buscaban sus pechos, y encontraron; buscaron la combinación de las llaves del desenfreno, aquella noche del baile en Camarones y en su pensamiento: siguen encontrando…
Al primer rayo de sol ya habíamos dejado atrás las cercas del Cementerio. Caminamos toda la mañana… y toda la tarde. Primero entre naranjos y luego, entre la vegetación que se va haciendo más densa a medida que nos acercábamos a las primeras montañas.
Yo tenía 17 y ella 16. Cuando su madre salió para el trabajo a eso de las 6 y 10 de la mañana, nos colamos en la casa y nos hicimos con los víveres: un paquete de coditos, una lata de puré de tomate Vitanova y sal. Fósforos, una linterna, un machete y un cuchillito de mesa. Una lata de leche condensada y un cacharro para hervir agua.
En lugar de la calle central, subimos hasta Maceo… y de allí nos escurrimos por los callejones del pueblo rumbo a las afueras.
En la última farola, cuando la luz eléctrica se igualaba a la del amanecer, apretamos el paso para alcanzar los primeras hileras de naranjos.
Podrían reconocer nuestros uniformes y delatarnos. Llamar a la escuela o a nuestras familias y destruir nuestra aventura. Cuando llegamos a sentirnos solos y seguros, entre los arbustos, nos besamos otra vez.
Orlandito, el Profe, siempre me decía: todos somos “Abelardo y Eloísa” alguna vez… y su vista se alzaba al horizonte, donde pacen alegremente las vaquitas sobre las faldas de las lomas de Cumanayagua… Esas que se ven casi en relieve en la cañada ahora… Y que tal parece que podemos tocarlas con las manos. Y nosotros libres. Nosotros que estrenábamos nuestro primer “Nosotros que nos queremos tanto” éramos Abelardo y Eloísa y todos los amantes del mundo.
—Usted es un muchacho nuevo, todavía —dijo finalmente Don Vicente— váyase de esta casa y no aparezca más a molestar por aquí.
Fue entonces que mi madre vio las espuelas lloronas de acero-nickel castigar los ijares de la bestia.
—Veremo a ver— fue lo último que enunció Chichí Zamora, y se caló el sombrero. Soltó la rienda con distensión, hasta que el alazán entendió el paso, y se fue danzando con un trote fino, y elegante. No miró a atrás, pero intuía, que por entre alguna de aquellas rendijas del bohío… Ella… la gran ella… —mi madre— podría estarlo mirando. Y estaba.
El curso apacible del río La Bija, hacía un remanso y doblaba a la izquierda, si lo miramos desde el patio de la casa de mi madre. Luego comenzaba a murmurar a medida que perdía profundidad, y unos 400 pasos más abajo, por su único vado franqueable ya era una agradable cascada de susurro más fuerte. En la orilla derecha unas carolinas blancas están florecidas y de vez en cuando una flor cae sobre el espejo del agua. Ella terminó de lavar y de exprimir la ropa. La acomodo de vuelta en la palangana con cuidado de que no se mezclaran los colores y la dejó entre los caisimones de la orilla. Caminó descalza sobre el lecho del río esquivando las hojas de los platillos en flor. Se soltó el pelo que llevaba recogido y se lo fue mojando con la mano. Lavó las gotas de sudor que había en su frente y reparó en que ya estaban florecidos los nenúfares. Buscó su imagen en el agua y miró sus labios carnosos y rosados. El ruido del chorro en la pequeña cascada era agradable y ensordecedor. Se fue hundiendo despacito y cerró los ojos extasiada con el frescor que le ponía la piel tersa y sensible…
— ¿Cuánto habré estado así? —se preguntaba mientras nos contaba la historia una y otra vez durante tantas noches de nuestra infancia.
En los temporales lluviosos, en los días de frío en que nos amontonábamos bajo un enorme telón de yute a contarnos historias, se lo pedíamos:
—Mamá, cuéntanos el cuento de los amores con Chichí— Y ella accedía empezando siempre por la escena de las carolinas y las aguas prodigiosas…
Al cruzar el último cercado de alambre de púas, te recibe el murmullo de las aguas que bajan; y se abre, en lo tupido de la naturaleza, una cobacha de pomarrosas trenzadas en lo alto.
Es embriagador el olor a bosque. Ella tiene las piernas inflamadas de caminar, hoyuelos en la cara y huele a hierba. Las hunde en el frescor del río mientras cierra los ojos.
Mi madre que ha estado bajo agua… levanta los ojos y las ondas, comienzan a desfigurar la imagen de unos ollares redondos, deformados por las ondas que provoca el estornudo de un caballo que resopla…
Pero el caballo, era el caballo de Chichí Zamora…
—Ay… ¿que haces aquí? -dijo mi madre con un chillido de sorpresa. —¡Me has asustado! —terminó por recriminarle. Él se limitó a mirarla y sonreír mientras se remangaba las mangas de una camisa kaki. Le puso un dedo en los labios para que hiciera silencio y le dijo:
—Ven aquí— mientras la llevaba a la espesura de un bosquecillo de bambús que estaban cerca.
—Ay Chichí, que no nos vean mi padre o mis hermanos porque nos matan…
—No tengas miedo, que nadie se come a nadie— le dijo.
Nos armamos un campamento entre una cascada apaciblemente ruidosa y una enorme roca, sobre el banco de arena de Piedra Redonda. Puse tres charamuscas en cruz, y unas hojas secas que encontré más arriba. Encendí un fuego que primero fue tenue, a unos dos metros y coloqué a arder una caña de bambú que había traído el río, no se sabe de dónde. La encendí por una punta, y logre que el humo nos cubriera los pies para protegernos de los mosquitos por el otro extremo. Nos tumbamos, uno al lado del otro, con la inocencia de quien entra al templo de la noche por primera vez. Hacía olor a humo entre los aromas del bosque. La noche era tupida y sonora como una sinfonía. La manta sobre la arena nos servía de colchón. Ella encajaba como una pieza hecha a mano en mi anatomía. Estaba de espaldas: sus glúteos firmes pero esponjosos pegados a mi pelvis. Sus pechos eran dos astas finísimas de toro inquieto, tomadas por mis manos. Y sus cabellos rizados escondían la piel canela de su nuca…! Era de un tinte de mulatez perturbadora.
¿Cuánto tiempo dormimos? ¿Dormimos? ¿Que hicimos? No lo sé. No es importante saber nada ante la enorme experiencia de esas circunstancias. Pasaron ya 40 años. ¿Algún momento fue más bello después? Hay preguntas que se hunden como una piedra que lanzas a una charca, y cuando las vas a responder, solo queda una onda que se deshace intentando llegar a una orilla. Cuando uno es joven, ni siquiera sospecha que esos amores serán para siempre los amores de tu vida. Como mismo no sabe el manantial, que el agua nimia que brota alegremente, del tamaño de una mano, será mucho más allá, un inmenso río.
—Me voy a la guerra!— le dijo Chichí a mi madre. Hace días que me escondo por aquí a ver si vienes a lavar la ropa. Y ella no sabía qué quería decir con que iría a la guerra.
—Están buscando gente para ir a Korea. Si me alisto, puedo echar palante y nos escapamos y nos vamos para La Habana… y hacemos una vida pa ti y pa mi! —dice mi mamá que le dijo.
Y dice que ella lloró mucho, y ahora oculta su cara para que yo no la vea. Y dice que sufrió muchos días. Y dice que él le pidió que no lo olvidara por nada del mundo. Y dice que ella le imploró que la sacara de allí… y que él la besó, y la manoseó completa, y que cuando salió de aquellos matorrales de bambú, tenía un plan y un amor, y un cuerpo repletito de hormonas en flor, pero ya no tenía vida.
El la acompañó hasta el borde del río, donde había dejado la ropa lavada, y él se sacó un pañuelo y se lo dio para que no llorara más.
—Sóplate los mocos -le dijo riendo— y no llores. Espérame.
—No te voy a olvidar, espérame y cuando vuelva nos casamos y tendremos hijos.
A ella, un segundo sin él le parecía eterno. Volvió la vista atrás mientras cruzaba el vado bajo del río, con el agua a las rodillas Lo vio. Era alto. Moreno por el sol. De ojos redondos y de un marrón claro, sobre un alazán de siete cuartas. Cuando volvió a mirar, ya no lo encontró. No estaba. Fue la última vez que lo vio en la vida. Fue la última vez que lo vi en esta vida. Y esa historia nos contó a sus hijos una vez. Y otra vez y otra vez y otra vez y otra vez, otra otra…!
A la mañana siguiente, sin saber cuánto rato habíamos dormido o no dormido, nos echamos al agua. Hay en los macizos montañosos de los países tropicales una gracia especial. El agua baja fresca y agradable. Y la vegetación es siempre tupida y de muchos colores. Antes de anochecer, decidimos recoger el campamento, e ir acercándonos a la escuela. La idea, era llegar de noche.
Lo incomprensible de la evolución ha sido la gran renuncia de la noche. La gente le dice “noche” a estar bañados por diez mil rayos de luz a toda hora. Vivimos como pollos de granja bajo una eterna farola que nos desviste intempestivamente. Expuestos en la desnudez de habernos despojado del abrigo unánime que es la noche.
Pero nosotros no. En un principio ella, bicho de ciudad, tenía miedo a la total oscuridad. Y recordé que mi madre misma me había enseñado el truco: cuando te quieres cuidar de alguien, es bueno que él este en la luz, y tú en la sombra, pero hay algo mejor: que los dos estén a oscuras. Así se ignoran. Cuando llegamos a la escuela eran ya las once de la noche. Hacía una hora que estarían todos por los dormitorios, y los profesores de guardia, ajetreados caminando de un lado al otro. Bastaba con pararse y observar, ellos a la luz del gran pasillo central y nosotros de pie, observándolos, envueltos en sombra.
— ¿Nos vamos cada una para su albergue?—me preguntó ella.
—Y una mierda. Esta noche también duermo contigo. Negra, ya yo no sé lo que es dormir y que no sea contigo. Nos vamos pa tu cama… Y me escapo a las cinco de la mañana… Vi sus dientes blanquísimos a la luz de la luna.
—Sígueme ahora— le dije y la tomé de la mano casi arrastrándola. Fuimos agazapados, caminando agachados hasta el final de un pasillo, que daba al albergue de las chicas. La puerta la cerraban siempre a las once y media, estábamos en hora. La empujamos despacito y entramos sigilosamente. Fuimos caminando sin ruido y nos tumbamos en su cama sin que nadie nos viera.
—Ya nunca más comí— nos contaba mi madre. Nunca más pude tragar bocado. Solo lloraba. Ante la batea de ropa que tenía que lavar en casa. Ante la mirada acusatoria de mis hermanos, Santos y, sobre todo, Esteban. Ante el desprecio de mi padre. Ante el guiñapo que era mi madre que nunca me quiso defender.
Hasta que un día, vino su hermana, Tía Fefa, que vivía en el pueblo y le dijo: Ay María, La Niña Dinorah se te va a morir. ¿No te das cuenta?
A mi tía Fefa, le conté lo que me hizo mi hermano Esteban a la vuelta del río. Me vio caminando, sollozando… con mi palangana llena de ropa limpia. Y al llegar debajo del almendro, casi en la esquina de la casa, me salió al paso el. Para mí que me estaba vigilando. El nunca estuvo bien, todos lo sabíamos. El nunca estuvo bien. Bien de la cabeza, sabes, tía. Era obsesivo.. interrumpía, hablaba mucho, y le gustaba ganarse el favor de papá Vicente con crueldad. No te voy a decir que era malo, pero sí: algo malo había en él.
—¿Y qué te hizo, ese día?
—Nah, me vio llorando y que no podía parar de llorar. Y yo tenía miedo que hubiera andado vigilando… y supiera que me vi con él.
—¿Pero que te hizo? Acaba de contarme qué te hizo? ¿Algo malo?
—Nah, tía, me agarró por las manos y me tiró al suelo. Y me gritaba como un loco: ¿Tú lloras por él? ¿No viste lo que le dijo Papá a ese mierda de don nadie? Te voy a matar si lloras por él…! Y me gritaba: ‘te voy a matar’. Y yo me solté y le arañé la cara con las uñas y le dije eso. Le grité que lo quiero mucho a Chichí, con todas mis fuerzas… Que es el único dueño de mi vida y de mi corazón… Y me puso una pata en el cuello, contra el suelo y me empezó a pegar. Y si no llega Santos, yo creo que me mata, tía. ¡Ayúdame a irme de aquí…! ¡Mi hermano Esteban, me va a matar!
A la mañana siguiente. A eso de las cinco, me desperté. Ella estaba acurrucada a mi lado. Busqué un lugar entre su oreja y sus hoyuelos de la cara, le solté un besito y le susurré: —Se va el caimán— y la vi medio dormida, sonreír. Salí… sigiloso. Un cuidado por aquí y uno por allá, y me escurrí a mi dormitorio, donde efectivamente, no me pude dormir.
Bueno, les cuento que nadie, ni de coña… ninguno de ustedes tiene la menor idea del lío que se armó. Yo tampoco lo podía imaginar.
La directora de la escuela, lo más hitleriano que he visto en gente, apenas notó aquella mañana, que ella no estaba en su aula, agarró el teléfono y llamó a su mamá. Y después de llamar a su mamá y enterarse que T había salido para la escuela con normalidad y no había llegado a ella, vino a buscarme a mi. Y cuando se enteró de que yo me había bajado del autobús escolar, en el pueblo, es como si hubiese encontrado un sentido a su vida. No hay nada como un psicópata con una misión. ¡A joder se ha dicho…!
Me pregunté siempre si otros tipos de sociedades pueden poner en esos puestos de responsabilidad —directora de una escuela preuniversitaria— a una persona tan degenerada: Bárbara Veloz, llamó a la Policía inmediatamente, y reportó nuestra desaparición. La policía buscó uno por uno a todos mis hermanos, y con ellos, fueron a ver a mi cansada mamá: tu hijo se robó la novia, le decían. Hubo requisas de autos en algunos cruces de carretera, y el Jefe de Sector mandó a vigilar la casa de su mamá.
—¡Eh… míralo aquí!— gritó alguien al verme tumbado en mi cama, y fue por mis amigos, que me enteré… Vinieron todos a hacer bromas —casi todas de tipo sexual— ¿Se la metiste? ¿Te gustó, pillin? ¿Da buena cintura? Y yo lo de tanto revuelo, no me lo podía creer.
—Oh, sí, esa mulata de fuego es un fenómeno. ¡Y que lo sepan: vamos a tener 10 bebés…!
Pero la broma duró minutos. No eran ni las ocho de la mañana y me vino a buscar el primer profesor. Y luego el segundo profesor y cuando llegó la directora, llegó con dos y con tres y con cuanto profesor se encontró…!
—Quiero hablar con ella— fue lo único que me limité a decir, al ver la cacería conmigo. Pero en los ojos de Bárbara Veloz habitaba la maldad. Estaba al lado del Jefe de Sector, quien, bien asesorado, no había dicho hasta el momento, ni muh!.
Había, en medio de aquel aquelarre un alma caritativa. Corría por allí un Instructor de Arte, que pintaba los murales de la escuela y convivía con el estudiantado: Alberto, el Fuerte! Era un tipo simpático, conversador, y fisiculturista. Era una roca. Yo estaba acorralado entre los profesores, y la directora, en círculos, cuando apareció el:
—Déjenmelo a mí—dijo, y me puso una mano en el hombro.
—Mira, tú no has hecho nada malo. ¡No te dejes amedrentar por estos comepingas…! ¡Yo estoy contigo y a ti nadie te va a hacer nada…! Seguro que te van a expulsar de la Escuela pero quédate tranquilo, que te vas para otra y ya está.
—¿Sabes de Tania? —Le pregunté.
—¿Qué quieres que le diga? —me respondió.
—Dile que me eche la culpa a mí. Que diga que fui yo.
—Bien hecho chico. Así hacen los hombres.
Sobre las diez de la mañana, había llegado mi mamá, con mi hermana Cachita. Lo que más me gustó, fue que viniera mi hermana. Porque los profesores, miraban aquel pedazo de belleza humana que era mi hermana, y lo que habían sido miradas y formas de babosos aviesos, se ablandaban ante la feminidad. Después de hablar con Alberto, solo los miraba como eso: unos comepingas.
La directora dijo: Expulsión, y le entregó a mi madre un panfleto con mi expediente y unos papeles para presentarme en la próxima escuela. El Jefe de Sector, parco, nos dejó a mi mamá y a mí, en una parada de guaguas (autobuses) que había cerca de allí. Apenas habíamos hablado a solas mi madre y yo.
La parada era una caseta de cal blanca junto a la carretera. Cuando entramos para sentarnos en el banco interior, en la pared que quedaba de frente, había un letrero perfectamente legible: Tania y Renay… ups. Y un corazón dibujado a lápiz…
—¿Tú la quieres mucho, hijo?— me preguntó.
Cuando quise hablar, la flecha con que ella había atravesado un corazón a lápiz en la pared, la tenia clavada en la garganta y rompí a llorar. Mi madre me abrazó.
-¡Yo te entiendo, yo te entiendo, hijito de mi corazón. -Y no paraba de arrullarme-. ¡Hiciste bien…! -Dijo.