Por Luis Rodríguez
Quivicán.- Canel estuvo por Quivicán. Llegó a la sede del gobierno que está frente al parque. Se bajó, saludó a alguien y se fue rápido. Llegó y se fue, sin que nadie del pueblo se «erizara» ni estallara en consignas perrunas.
Para descanso de la Seguridad del Estado, Angélica y yo estábamos fuera del municipio. Cuando llegamos, la gente bromeaba con nosotros. Nos decían: «gritamos, pá lo que sea, Canel». Nos contaron que un despliegue de «boinas negras» maniataba el municipio (especialmente mi barrio, según referencias).
Caminamos por el parque, ni sombra de los árboles enormes que el huracán derribó allí. Todo un montaje, maquillar la miseria, esconder bajo la cama el desorden eterno y terrible que permite sobrevivir, sin críticas del rey, a sus lacayos. Comprobé también, de regreso a mi pueblo, que remendaron la insoportable calle que lo une con la Habana; y en Bejucal, la avenida por donde debería pasar el Mercedes Benz, estaba limpia de escombros naturales, chapeada y barrida.
Hogares destrozados, pero la movilización urgente era conducida al maquillaje. La gente, no importa tanto, es la hora de las promesas, en un país de promesas; lo verdaderamente importante es la supervivencia de los acomodados, en la comodidad.
El pueblo de Quivicán estuvo militarizado, porque andaba desnudo el rey, y no querían y no quieren, que un niño lo gritara.
Solo una señora, analfabeta de entrañas, gritó, vivas, a quien dio la orden de matarse entre cubanos. Y, para susto de uno de los guardaespaldas, se oyó la voz alta y clara de una niña: «Qué viva ni qué viva, de qué».