Por Luis Rodríguez Pérez ()
Quivicán.-Mis abuelos por la línea materna, antes de venir a vivir a Quivicán, vivían en el Escambray. Su casa era un bohío con piso de tierra, de tierra batida con cenizas que lo hacía impermeable. Mi madre unía con un bejuco dos mazorcas secas de maíz y tiraba de ellas para arar un imaginado campo sembrado. Su muñeca era aquella mazorca que antes era buey, envuelta ahora en un pedacito de tela ¿O, primero era niña y después buey? Mi madre no recuerda.
En el Escambray los sorprendió el triunfo de la Robolución, pero ellos no albergaron esperanzas. Eran tan analfabetos, que vivían en el monte sin saber de gobiernos. Supieron del cambio, cuando se les apareció por allá un miliciano con la prohibición de matar el ganado. Mi abuelo, que después de años de paciencia, tenía un torito listo para su sacrificio, tuvo entonces que llevarlo a un barranco y lanzarlo al vacío. Caminó 30 kilómetros mi abuelo, entró en una oficina, dio parte del accidente del animal, alguien anotó algo en un papel y regresó para preparar la carne.
Mi abuelo y mi abuela no sabían de gobiernos, supieron algo, por lo que les conté del torito, y porque un día, llegaron un grupo de milicianos al bohío, acusaron a mi abuelo de ayudar a los «alzados», lo empujaron, le hicieron un simulacro de fusilamiento, lo revolvieron todo y se lo llevaron preso. Mi abuela los siguió por un largo tramo, regresó al bohío, regañó a mi madre porque lloraba, le agarró la mano y salió con ella por un trillo. De pronto, un hombre con fusil les dio «el alto».
– Ofelia, mija ¿que tú haces por aquí? -le preguntó a mi abuela.
– Dile a la Niña, que estuvieron en casa y se llevaron a Juan. Den un rodeo, comprueben que no quedó ninguno de ellos, y vengan a comer.
– Sí, doña -le dijo el hombre y desapareció.
Yo no sé, si la Niña de Placetas era buena o mala persona. Mi madre era muy pequeña, y la historia, contada por los vencedores, es horrible sobre ella. Lo que sí sabe mi madre, era que antes su papá mataba, para comer, lo que criaba con su esfuerzo, cuando le diera la gana. Y que de pronto, un día, siguió a su padre sin éste saberlo; y lo sorprendió, tirando a «Paloma», que así se llamaba su torito, por el barranco. Mi madre era muy pequeña, pero ver a Paloma, el ternerito que supuestamente su papá le regaló, dando vueltas barranco abajo, de por vida, la impresionó.
¡Mil veces libertad»