Por Renay Chinea.-
Auschwitz.-La vez que crucé el arroyo crecido, a la vuelta de la escuela, mi madre prometió cambiarme de colegio. Y así lo hizo.
El curso siguiente, el quinto, lo comencé en una escuela como internado.
Déjenme hacerles el cuento corto: se trataba de una pequeña cárcel, un reclusorio, un campo de trabajos forzados para niños de nueve años, que jamás habían cometido un delito.
No les voy a hablar del bullying, que lo había. Ni del maltrato infantil, que era constante; ni de la violencia, que era siempre; ni del hambre, que era mucho; ni de la pedofilia, que era habitual. No me siento capaz de describir esos detalles. Doy gracias porque ninguna de esas miserias me atropelló del todo —supe esquivar ciertas desdichas— pero como quien se hunde en la noche, la oscuridad del alma humana circunda y marca como un hierro candente.
Voy a intentar describirles cómo era aquel antro. Se trataba de un recinto que en algún momento habría sido barracón de obreros agrícolas, granja de re-educación de presos o algo por el estilo. Estaba rodeado por un cercado de alambres de púas, con siete pelos a menos de un palmo de distancia. Las aceras estaban rotas y cada pared era de bloques mal revestidos. Los techos eran de planchas de Uralita y las estructuras, de cabillas de acero corrugadas. Las tres naves más importantes, formaban una E de patas largas rodeadas por alambres.
La primera, era el albergue de los varones. La del centro, las aulas, y la última el alojamiento de las muchachitas.
Los servicios sanitarios estaban a unos 15 metros alejados de los dormitorios. Por delante, había cinco baños turcos sin taza, y por detrás, un cuartón con unos tubos galvanizados sin llave de donde salía un chorro de agua sin ducha. Las literas eran también de hierro sin pintar y las colchonetas, de guata forradas a listas.
La escuela se situaba sobre una colina, con un inmenso ficus en una esquina y dos largas filas de pino blanco que daban a la carretera, como a dos kilómetros más abajo.
Comíamos en bandejas de aluminio un arroz blanco muy hecho, sin aceite, sucio y normalmente lleno de impurezas: piedras, gusanos y gorgojos. Podía haber además una sopa de chícharos que nunca se ablandaron, o estaban ácidos por el calor y la no refrigeración de un día para el otro. ¿Un huevo duro…? ¿Un chicharro renegrido? ¿Una tortilla quemada?. Algunas veces…! En las mañanas, desde las ocho, empezábamos las clases. A las 12 y 30 íbamos al comedor, en fila y vigilados por profesores que chillaban todo el tiempo para que no nos saliéramos de la línea.
A la tarde nos llevaban a los surcos a trabajar en tareas agrícolas dificilísimas: recoger boniatos en grande sacos, escaldar interminables surcos de tomate… o cualquier otra atrocidad bajo el implacable sol tropical. La justificación era que el trabajo nos haría unos niños más revolucionarios.
Los castigos eran habituales: si llegabas a los tres “Reportes”, que podrían ser una llegada tarde a la fila, faltar a una clase o salirse del recinto, perdías el derecho al “pase” —permiso de fin de semana para volver a tu casa— o incluso sufrirías una expulsión.
Hasta aquí, en este cuento, todo ha sido descripción. La peripecia, es decir lo que pasó, comienza ahora: cuando mi madre se giró sobre sus pasos, yo sé que se le escapó un sollozo. Encaré las alambradas y al alzar la vista, mi cuerpo supo que aquel no era mi lugar.
Hay dentro de uno, un veredicto adormecido que es como un pájaro ciego: al abrirle la puerta de su jaula, su única certeza, es a qué lugar no debe volar… Por eso la maldad tiene alambres de espina… y celadores que chillan como perros.
Hoy, antes de llegar aquí, estuve preocupado por mis niños. No estaba seguro si haría bien o mal al traerlos a este lugar incomparable, donde la maldad humana llegó a su grado más alto de lo horrible. Le pregunté a un amigo en Tel Aviv su opinión, y no me lo recomendó.
Cuando alcé la vista, y vi el cartelito “Arbait Mach Frei”, (El Trabajo os hará libres) recordé las muchas alambradas que uno lleva adentro. Las tantas mentiras con que nos hicieron daño. Agarré por la mano a mis dos hijos y dije «sí… esto no se puede repetir. Ustedes tienen que ver esto».
Y entramos a Auschwitz.