Por Armando Cuba de la Cruz (CubaxCuba)
Holguín.- Los primeros regímenes totalitarios aparecieron entre la tercera y cuarta décadas del siglo XX, durante los gobiernos de partido único en la URSS y Alemania nazi. Derrotado el fascismo, el sistema soviético y su filosofía se extendieron a los estados satélites de Europa del Este, y más tarde a China, Corea del Norte y Vietnam, en Asia. El esquema autoritario se completaría con la asunción del socialismo de matriz soviética en Cuba.
La defensa a ultranza de un único partido, por encima de la sociedad y el Estado, es inherente al sistema totalitario. En Cuba, desde la prensa partidista y el discurso político, hasta revistas de corte científico, insisten en las posibilidades «dignificadoras y emancipadoras» de ese régimen, al tiempo que se violenta el razonamiento y se ofende la inteligencia con afirmaciones de que existen antecedentes históricos que lo justifican.
En otro sentido, pero con similar estilo y menos rigor, se leen afirmaciones de que su adopción como sistema de partido hace a la democracia «fuerte», «fecunda», «transparente» y «plural». No se abonan argumentos a favor, solo consignas repetidas hasta el cansancio. Tales aseveraciones son típicas del bombardeo propagandístico al que es sometido el pueblo para convencerlo de que sería peor de otra manera. Según dicha tesis, esa es la única opción; alfa y omega del porvenir de Cuba. Sería cierto… si no fuera por los hechos.
Partido único como sustento ideo-político, e intrusión estatal en los detalles de la sociedad; son las columnas sostenedoras del régimen totalitario. En esa ingeniería política se manifiesta, como en pocas, la concentración institucionalizada del poder, las relaciones de caciquismo con su corolario de clientelas políticas ansiosas de prebendas y aperturas de posibilidades por el único camino visible: comulgar con las autoridades. Ello reporta ascenso de los niveles de vida, escala social y reconocimiento, además de cuotas de mando y representación, entre otras.
AL PRINCIPIO, NO TODO ESTABA TAN CLARO
Los partidos políticos modernos surgen en Estados Unidos y Europa a partir de los años 50’ del siglo XIX; en Cuba aparecieron en 1878. Deben diferenciarse sus significados: el antiguo entendido como «tendencia»; el moderno, entendido en sentido de «parte». Su razón de existir es la lucha por el poder.
No existe una teoría general del «partido único» para gobernar. Hasta hoy esa idea se ha desenvuelto en un contexto internacional político-ideológico adverso, en el que predomina el pensamiento plural. Su naturaleza, características y el despliegue de la teoría del partido de la clase obrera, están aún por desarrollar desde la ciencia y la sociología políticas.
Difícilmente se podrán encontrar en los escritos de Marx, Engels y Lenin, los supuestos para que la clase obrera formara un partido en el sentido en que se entiende hoy, aunque el término aparece con frecuencia en sus textos.
A fines del XIX, el término «partido» era ambiguo; designaba por igual a una organización estructurada que a una tendencia agrupada alrededor de ideas afines de contenido político-ideológico, de un periódico o una personalidad. La noción que sobre él se ofrece en el Manifiesto Comunista —datado en 1848, cuando aún no existían partidos políticos—, no refiere a instituciones como las conocemos hoy, sino a una tendencia ideo-política de perfiles no precisados entonces. En la época, el vocablo identificaba líneas, fuerzas o agentes de carácter público.
Durante el siglo XIX, en el binomio partido-clase o partido-tendencia, los términos eran intercambiables e identificables entre sí. Las expresiones «partido del proletariado», de Marx, o «partido de la independencia», de Martí, significaban, antes que organizaciones estructuradas, partidarios o «parte» de un universo más amplio.
Mucho menos se puede identificar al pensador liberal revolucionario que fue José Martí, con la idea de una agrupación política para «dirigir la Guerra Necesaria», distanciada en conceptos y organización de los «partidos políticos» contemporáneos de Europa y otras regiones, como afirman los autores de «¿Partido único en Cuba?», publicado en Contribuciones a las Ciencias Sociales, en enero de 2012. Para el Apóstol, el Partido Revolucionario Cubano (PRC) no es, —escribe a Máximo Gómez— «como los partidos políticos suelen ser, mera agrupación […] de hombres que aspiran al triunfo de determinado modo de gobierno […]». Y en las bases esclareció que sus fines eran «preparar […] la guerra que se ha de hacer para el decoro y bien de todos los cubanos, y entregar a todo el país la patria libre».
Su obra sería de preparación, organización y auxilio para hacer la libertad, no de dirección de la contienda ni del país, una vez independiente. Su concepción de la guerra separaba las funciones de gobierno, de la dirección de las operaciones: «el ejército, libre, y el país como país y en toda su dignidad representado», sostuvo.
DE LENIN A STALIN: HACIA EL PARTIDO ÚNICO PARA GOBERNAR
El gobierno de partido único, como afirma el investigador José M. Salinas López, «es el monopolio del poder político por un solo partido». Significa que tiene el privilegio exclusivo del mando que acapara y centraliza sin contrapartida. Pudiera aducirse que existen mecanismos de control público que reforzarían la soberanía popular, pero los partidos con potestad omnímoda permanente sufren un proceso de oligarquización, de manera que la revisión popular se ha convertido en una ficción, limitada a informes que la casta rinde, de tarde en tarde, ante los representantes escogidos por ella misma, en una parodia electoral vigilada por el gobierno.
Lo que ha sucedido en todas las revoluciones, es la sustitución de una casta dominante por otra casta dominante. Los partidos no son estáticos ni invariables, antes bien, son oscilantes y se reajustan frecuentemente. Cuando las masas derrocan a sus gobernantes y otra parte (partido) toma el mando, ocurre entonces un cambio de roles: la vieja oligarquía es sustituida por una nueva, tan corrupta como la anterior que ya estaba formada, o se constituiría en el transcurso del ejercicio de «su» autoridad. Las agrupaciones revolucionarias, aparentemente honorables cuando van hacia el poder, trasmutan en reaccionarias y deshonestas en el ejercicio de sus potestades.
Por las dudas, mírese lo acaecido en Rusia-URSS y en los territorios del socialismo real, tan cercanos ideológica y políticamente a Cuba. No obstante, a alguien le pareció que los ruso-soviéticos eran quienes «sabían» construir el socialismo; en consecuencia, sus métodos, medidas, estructuras de poder, papel de los dirigentes, normas jurídicas, hegemonía total del partido comunista; fueron indiscriminadamente calcados. Nacía así la concepción de que solo había que imitarlos para alcanzar la soñada sociedad superior. Nada más dogmático.
Lenin negaba en 1918 que la revolución debiera su desarrollo a la obra de «un solo partido, [o de] una sola personalidad […]», y se felicitaba entonces por la alianza con los socialistas-revolucionarios de izquierda, alcanzada sobre «una firme base [que] se fortalece […] por horas». Iniciaba, a dos meses de la revolución, la existencia de facciones en el seno del partido.
Pero en 1921 el partido bolchevique apeló a la prohibición de tendencias en su interior; decisión concebida como temporal —según Trotsky en La revolución traicionada—, y no suprimida posteriormente. Según este autor, el debate entre grupos y fracciones sustituía, mutatis mutandis, la lucha política de los partidos.
El régimen de partido único fue constitucionalizado por primera vez en la URSS en 1936, cuando la Constitución aprobada ese año estableció (Art. 126) que el Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS) era el «destacamento de vanguardia de los trabajadores […] y núcleo dirigente de todas las organizaciones de los trabajadores, tanto sociales como del Estado». La esencia no cambió, la Constitución soviética de 1977 (Art. 6) mantuvo la misma tesis. Fue un punto de inflexión que repercutiría en Cuba cuatro décadas más tarde.
EL PARTIDO ÚNICO Y LA CONEXIÓN URSS-CUBA: ¿ESTALINISMO EN LA ISLA?
La primera subordinación al estalinismo en Cuba ocurrió en el acto de fundación del Partido Comunista (PCC) en 1925, presentado como Sección de la Internacional Comunista (Comintern) y bajo la vigilante mirada de ese órgano, lo que equivale a decir del PCUS. Nikolai Bujarin fungía entonces como secretario general de la Comintern.
A lo largo del siglo XX, y hasta hoy, el espectro estalinista ha flotado sobre la política cubana. En los años 30’, el PCC siguió las tesis zinovievistas-estalinistas-bujarinistas, promovidas desde la Internacional Comunista, acerca de la República Negra o Estado Nativo y de la Franja Negra; recomendadas inicialmente para Sudáfrica y los Estados Unidos. La segunda de esas tesis se fundaba en la existencia de una población negra mayoritaria en el sur norteamericano, constituyente de una nacionalidad convertida en «protectorado enmascarado», «una posesión colonial de los Estados Unidos […] dentro de su propio territorio», «una nación dentro de una nación», escribe Akim Adi en su libro Panafricanismo y comunismo (p. 76).
En Cuba, único país del Caribe donde existía un partido comunista estrechamente vinculado al de EE.UU., fue aceptada y aplicada la tesis de la República Nativa, la Franja Negra y la Autodeterminación. Se justificaba con el hecho de que existía una población mayoritariamente negra en parte del sur de Oriente; una especie de Black Belt cubana. Los comunistas apoyaban el empoderamiento y autonomía de los «afrocubanos» en Oriente; en su confusión teórica lo esgrimían como un problema «nacional». Al aceptar esas tesis, la cúpula del partido desconocía la madurez de la nacionalidad cubana, alcanzada en un proceso de larga duración y tres guerras por la independencia. Cuba no era Sudáfrica ni Estados Unidos, tal como entendían la Comintern, el PCC y luego la Unión Revolucionaria Comunista URC (nombre que asume el PCC en 1939, tras su fusión con la organización Unión Revolucionaria).
Esos antecedentes contribuyen a explicar la posición de Blas Roca, quien en representación de la bancada comunista en la Asamblea Constituyente de 1940, defendió la idea de la República Federal. En la séptima sesión de la Convención propondría: «nuestro partido [Unión Revolucionaria Comunista] sostiene que cada municipio debe darse su propia Carta Constitucional»; tal postura era un remanente de las tácticas del comunismo internacional ya abandonadas.
No es objetivo de este texto analizar la defensa que hicieron los comunistas del estalinismo en esos debates, por ahora baste recordar su oposición a la propuesta de enviar un mensaje de solidaridad a Finlandia, agredida por la URSS en 1940, y la intensa polémica entre los delegados comunistas y Eduardo Chibás. La moción sobre Finlandia fue aprobada con la oposición de los delegados de URC. De momento, lo dejo ahí.
Aún falta un capítulo en esta historia: la Revolución Cubana, como se conoce al período post 1959 en la Isla. Unas negociaciones, seguramente complicadas, condujeron a la formación de un partido único, el cual fue ubicado en el altar del poder mucho antes de que fuera jurídicamente reconocido como tal.
En 1976 se promulgó una nueva Constitución, primera del período socialista en Cuba, que reconoció explícitamente en su artículo 5 el papel del PCC como «fuerza dirigente superior de la sociedad y del Estado»; en igual sentido se mantiene en el texto vigente de la Constitución de 2019.
Desde una perspectiva taxonómica, el totalitarismo no es exactamente identificable con dictadura o tiranía; porque es el único régimen en el que la coexistencia entre partidos es imposible. El terror en ese sistema se desata cuando deja de existir la oposición organizada y el jerarca totalitario no tiene nada que temer, salvo mantener viva en el pueblo la idea de que enemigos poderosos ponen en riesgo las conquistas, supuestas o reales, que presumen encarnadas en sus personas. Es la suma de la imposición del partido único y el poder omnímodo del Estado al que representa y dirige.
El dogma estalinista del partido único, y la extirpación de cualesquiera tendencias dentro del mismo, es incompatible con la diversidad de pensamiento e ideas políticas existentes en cualquier sociedad. No admite propuestas diferentes aunque provengan del propio campo de las izquierdas. De esa forma, la noción de prohibición interna se ubica frente a la insistencia del Estado por alcanzar aceptación absoluta en un contexto geopolítico adverso; como ocurre en Cuba.
El partido único no es, per se, el sistema totalitario; pero sin el partido único, el sistema totalitario no lo sería. Es condición sine qua non.
Armando Cuba de la Cruz es Historiador, investigador, profesor.